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Mario López Araiza Valencia

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Colaboración

(León, 1992) Ingeniero ambiental egresado de la UG. Estudiante de la Maestría en Ciencias en la Especialidad de Ecología Humana. Miembro de la iniciativa Eco Líder, escribe combinando su carrera con su pasión por las letras, actor de teatro, viajero.

Llegada tarde

Hace tres noches que no logro conciliar el sueño. Mi hermano menor llama a la puerta de la habitación cada día y al entrar, se deshace en llanto. Las lágrimas mojan sus marcadas ojeras, producto del doloroso insomnio que lo ha torturado últimamente. Debido a su problema de visión, solo percibe mi tacto afectuoso al rodearlo con los brazos. Intento ser su apoyo en estos momentos de sufrimiento. Mientras el sollozo se aquieta, apoyado en mi regazo, escucho los pasos acercándose a la alcoba. De las sombras surge una figura de metal, iluminada por un par de diodos en la parte superior de su cabeza. Se queda estático en el umbral, sin hacer ruido, esperando por Fabián, para acompañarlo de vuelta a su lecho.

Solo mi hermano y yo sabemos lo que ha sido vivir estos días con tan honda pena. Ha pasado tan poco tiempo desde que Fabián salió de casa acompañado de Um, su inseparable camarada binario, para visitar al abuelo en su pequeña casa junto a la playa. En esa ocasión, el niño se arregló con mayor velocidad que nunca. Le hacía ilusión escuchar las historias del abuelo, siempre tenía una bajo la manga para compartir. Después de un desayuno fugaz y de regresar por el bastón que ya daba por abandonado, Fabián se dirigió junto con Um a la estación de tren bala que los acercaría a la costa. Por mi parte, me dediqué a prepararme para ir al trabajo y volver a casa tarde, dispuesto a escuchar las peripecias de la travesía de mi hermano.

Tras una larga jornada, llegué al hogar con el propósito de olvidar el ajetreo de la oficina y los embotellamientos en horas pico de la urbe. Me sorprendió que las luces estuvieran apagadas, pues pensaba que Fabián ya se encontraría de vuelta. Alejando cualquier pensamiento preocupante, bajé del auto y entré. Al quitarme los zapatos y sentir el suelo con los pies descalzos, recuperé la sensación de paz, tan anhelada horas antes, mientras era presa de un semáforo en rojo. Serví un poco de vino tinto en una copa y me dejé caer sobre un sillón, allí aguardaría por mi hermano, que seguramente ya vendría en camino.

Pero pasaron los minutos y la angustia se apoderó de mí. Jamás se pasaba de la hora. Intenté por el reloj comunicador, la respuesta fue que su receptor holográfico estaba apagado. Con el pulso agitado, quise contactar a Um, pero la señal parecía no estar siendo recibida. Procuré calmarme, evitaba mirar el paso del tiempo en el reloj de la pantalla de la sala. Me serví otra copa de vino para acallar los pensamientos catastróficos, negándole a la preocupación dominarme.

Ya sea por beber algunas copas de más o por ingerir dos pastillas para tranquilizarme, pronto perdí el sentido, abandonándome al caos de mi mente. En un determinado momento, supe que alguien abría la puerta de la casa. Me levanté y el miedo volvió a mí.

̶ ¡Fabián! – exclamé, corriendo hacia la entrada ̶ ¡Fabián, es tardísimo! ¿Por qué has llegado a esta hora? – me giré para ver el reloj de la pantalla. Eran las dos y veinte.

̶ Lo siento, joven Marco – respondió Um, en su característico tono electrónico – Se presentó un imprevisto.

̶ ¡Cállate, Um! – respondió su acompañante – Yo seré quien le diga.

Pero eso fue todo lo que pudo decir. Fabián cayó de rodillas frente a mí, soltó su bastón y rompió a llorar, tapándose el rostro con ambas manos.

̶ ¿Qué fue lo que pasó? – quise saber, colocándome junto a él en el suelo.

Fue hasta después de varias horas y con la ayuda de una taza de té humeante, que Fabián accedió a relatarme lo sucedido.

̶ Um y yo llegamos a la estación de trenes de la costa – dijo, dándole un pequeño sorbo a la taza –, nos subimos a uno de los taxis del pueblo para que nos acercara lo más posible a casa del abuelo. En cuanto alcanzamos el manglar, le pagamos al chofer y continuamos en una de las lanchas a cargo de un pescador. En ese instante supe que algo andaba mal. Comencé a percibir un olor a quemado, estaba cerca. Continuamos en el bote hasta el punto donde caminamos y el olor parecía aumentar. Ya podía escuchar el sonido de las olas, así que estábamos próximos. Dimos unos pasos, el olor era cada vez más intenso. Hasta que sentí el calor irradiando próximo a nosotros... ̶ se le quebró la voz.

̶ La casa se estaba quemando – completó Um.

Ante la impactante declaración solo pude preguntar:

̶ ¿Y el abuelo? ¿Estaba dentro de la casa?

̶ Um escaneó a la distancia cada uno de los cuartos, al parecer estaba fuera cuando empezó a incendiarse – contestó mi hermano.

̶ ¿Qué habrá sido lo que causó eso?

̶ La pregunta correcta es “quién” lo causó – extendió hacia mí un proyector holográfico de disco, que rápidamente accioné.

Entre destellos de luz verde surgió una silueta femenina, que nos miró fijamente como si se tratara de una transmisión en tiempo real.

̶ Podrás huir y esconderte de nosotros todo lo que quieras, Germán, te seguiremos a donde sea que estés.

Al finalizar tan amenazadoras palabras, llamamos a la hermana del abuelo en Veracruz. Nos dijo que le habían perdido el rastro dos días atrás. Sus conocidos en el pueblo cercano tampoco sabían nada, nadie lo había visto. Fue tal la incertidumbre que nos derrumbamos tras varios días de búsqueda. Sin noticias de él y sin saber el motivo por el que le buscaban y habían quemado su casa, nos ahogamos en desesperación.

Por eso Fabián entra cada noche a dormir conmigo, para tratar de borrar de su mente aquel episodio, al tiempo que yo lo abrazo fuerte y le digo al oído:

̶ Estará bien, hermano, lo volveremos a ver. Te lo prometo.