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Ese suceso fue un punto de giro en su niñez, pues la humillación fue tal que llegó a su casa llorando y al intentar buscar refugio en su familia no lo encontró. Yeferson pasó de ser un niño libre a ser un niño cohibido de sus gustos y su libre expresión. “Dejé de ser amanerado a fuerzas, dejé de hacer las cosas que me gustaban a fuerzas”.

El tiempo seguía transcurriendo y él siempre tuvo muy claro que su orientación sexual era diferente, se sentía una mujer y nunca se sintió atraído hacia una chica. Por miedo al rechazo tenía que ocultarlo. Ese encierro de su verdadero yo lo llevó a una depresión profunda, tanto así que se maltrataba físicamente a sí mismo; se cortaba, se quemaba el rostro con cera caliente de depilar y se rasguñaba.

En el colegio sufrió matoneo, nunca se dejó golpear, pero dice que muchas palabras hieren más que unos puños. Cambió de colegio e intentó comenzar de nuevo con su verdadera personalidad, pero los insultos estaban a la orden del día para retener su forma de ser real. Yeferson era el chico que se rodeaba de chicas en el ambiente escolar, solo tenía dos amigos. En los recreos siempre se hacía en el mismo lugar, un pasillo solitario que daba al salón de filosofía, lugar solitario donde podía estar medianamente en paz. En su etapa de adolescencia el sufrimiento no paraba, sus depresiones eran más fuertes y la familia le daba la espalda, pues su padre le decía que prefería cualquier cosa a tener un hijo homosexual, en las comidas decía que, si Yeferson salía gay, era un desprestigio y lo mismo hacía con sus amigos.