VISIONARIOS a la gorra 4 | Page 9

ojos mientras se saben en el interior del otro, se miran y se encuentran, conectados, unidos, penetrados.

El se detiene. Ella susurra su desencanto, casi en un hilo de voz. Le pide que siga, mientras entierra sus dedos en la arena, como si fuesen garras asiéndose de una presa. Quiere más, desea más. Pero el ha dejado de poseerla. La magia se desvanece, como un cuento de hadas sin terminar. Entonces, abre los ojos, despertando del sueño celestial. Y aquello que ve, solo le permite una cosa. Gritar.

Islas del Paraná, frente a Villa Constitución, 1909

La cabaña es humilde, fresca en verano, cuando los mosquitos devoran la orilla y las yararás sisean entre los yuyos. El Paraná está crecido, por lo que hay que estar atentos a las alimañas. Ella está acostada. Es la hora de la siesta. Pedro, su esposo, ha salido a pescar. Afuera, el calor es sofocante. Se lo imagina en su bote, en el medio del agua, con la caña en la mano, el semblante hosco, y la paciencia infinita arremetiendo contra el devenir del tiempo y los años.

Casi no ha podido dormir, pero no ha sido por pensar en Pedro, que se ha ido temprano esa mañana. Es otra cosa, que la apuñala en el alma, pronunciado heridas que jamás sanarían, por más que la vida prosiguiese su curso y como un río, llevase su caudal hacia alguna desembocadura lejana.

La luz del día la reconforta. Al menos el sol brillaba en lo alto, calentando el techo y cada grano de arena de los alrededores, como la vegetación y el deseo de morir. Era a la noche que temía. La noche que llega sigilosa y luego se enciende de sonidos repugnantes, como esos chillidos escalofriantes que alteran sus nervios. La noche que convierte el deseo diurno en un intento mudo de pedir auxilio, cuyas secuelas ve en sus muñecas, heridas de un lado a otro.

Pero Pedro estaba cada noche para evitar que la locura la asaltara como hacía tiempo no sucedía. Por eso quería rendirse a la siesta, para dejar pasar las horas y despertar con su pescador al lado, cuidando de ella, protegiéndola de las sombras acechantes, las mismas que la asediaron aquella noche, años atrás, cuando la tragedia la signó, envolviéndola con una mortaja para la eternidad, tan invisible como real.

repugnantes, como esos chillidos escalofriantes que alteran sus nervios. La noche que convierte el deseo diurno en un intento mudo de pedir auxilio, cuyas secuelas ve en sus muñecas, heridas de un lado a otro.

Pero Pedro estaba cada noche para evitar que la locura la asaltara como hacía tiempo no sucedía. Por eso quería rendirse a la siesta, para dejar pasar las horas y despertar con su pescador al lado, cuidando de ella, protegiéndola de las sombras acechantes, las mismas que la asediaron aquella noche, años atrás, cuando la tragedia la signó, envolviéndola con una mortaja para la eternidad, tan invisible como real.

El sol aún brillaba y era buena señal. De vez en cuando la brisa llegaba por la ventana, pero cubierta de espeluznante tibieza y la hacía tiritar. Entonces cerraba los ojos y oraba esos versos que había aprendido de niña y que entonces creyó, nunca precisaría. Y así, sumida en el estupor del sueño, a resguardo de las pesadillas, aguardaba por su Pedro, con la urgencia de todos los días.

Villa Constitución, 1913

Acaso el viento amaina cuando la muerte llega o es quizá una casualidad. Como si los aires detuvieran su andar, arrodillados en presencia de una entidad mayor que no podemos ver ni apreciar. Pero cualquiera podía jurar en el cementerio, que en los árboles no se movía una sola hoja. La quietud era tal que las nubes parecían pintadas en el cielo, formando figuras inquietantes, casi fantasmales.

Pedro dejó caer la última palada de tierra sobre la tumba, ahora concluida. Se quitó el sudor de la frente con el dorso sucio de la mano. Un manchón de tierra cubrió su rostro para transformarse al instante en barro. Arrojó la pala hacia un lado e hincó una rodilla en el suelo recién removido. No sabía leer, sin embargo no lo necesitaba para saber que era el nombre de su mujer el que estaba inscripto en la madera.

Se la había llevado la locura; sus constantes intentos de quitarse la vida habían prevalecido al fin. Ninguna de sus dos hijas había querido venir hasta la ciudad. Tampoco el único hijo vivo que les quedaba. Sentían odio hacia su madre, a la que en vano habían dedicado horas y horas de diálogo para persuadirla de sus intentos de suicidio.