VISIONARIOS a la gorra 4 | Page 8

El silencio cómplice

Por Ernesto Parrilla

Existen historias que los pueblos callan, voces prohibidas que no se pueden hacer oír. Pero en cada esquina, allí donde se refugian los vientos, el eco de lamentos repta subrepticiamente entre los vecinos, agarrotando corazones y dejando en vela a los mayores.

Es que esos nombres acallados, los hechos pasados, pugnan por salir a la luz y no se detendrán por nada del mundo, ya sea terrenal o sobrenatural. Es una fuerza devastadora, intangible, que sin embargo, azota las campanas de la vieja iglesia y hace tambalear el frágil muelle sobre la orilla del río. Y en las noches de verano, principalmente, esas siluetas abandonan las sombras y se mezclan con los vivos, haciéndoles pagar ese silencio tan injusto.

Villa Constitución, 1875

Son unas pequeñas chacras y viviendas muy precarias, de todos modos para ellos aquello es lo que conocen como hogar. La humedad del verano no ofrece tregua, pero el río colabora en apaciguar al demonio que no se ve, ese que reparte calor y ahoga con manos silentes bajo el sol brillante de las primeras horas de la tarde.

El caudal copioso del Paraná trae las grandes embarcaciones, pero alimenta también la necesidad de refrescarse y por ello la gente lo bendice y venera. Las orillas bañan de alivio las piernas desnudas de los más atrevidos.

Juan y Anita contemplan el atardecer, ajenos al mundo. Unos chiquillos corretean sin rumbo, a escasos metros, pero cada cual es dueño de su espacio y su andar. Por el cielo las aves danzan sin apuro, recortándose sobre un cielo que desciende tras las islas, para dejarle lugar a la noche. Las primeras estrellas se presentan sumisas, en el anonimato de la distancia.

Una brisa calma, casi piadosa, envuelve sus cuerpos, incitando las caricias, el roce de los labios, la humedad de la lengua, el fervor de la sangre. Los jóvenes olvidan el atardecer y se funden en una sola persona, allí en la intemperie, sin más testigo que la luna, resplandeciente como una majestad. Las piernas se frotan, entrecruzan y gimen, en un compás apasionado, con manos que recorren cada curva con placer, y miembros viriles inyectados de fuego, labrados de excitación. Bajo la noche se vuelven dioses, y consuman la consagración. Jadeos, respiración agitada y sudor. Mucho sudor resbalando entre los cuerpos apretados, en constante fricción. Se miran a los ojos mientras se saben en el interior del otro, se miran y se encuentran, conectados, unidos, penetrados.