VISIONARIOS a la gorra 4 | Page 11

pastillas y entonces comprendía que agonizaba.

Le dijeron que había cumplido ochenta años, pero bien podían ser cien. La vejez es como la eternidad, llega de repente pero no termina nunca. Había visto como su aspecto se degradaba a través de los almanaques, marchitándose hasta el último vestigio de encanto, como una flor al final de su temporada.

Las noches en aquel lugar eran tenebrosas. El silencio reinaba en los pasillos y la brisa que entraba por los ventanales mecía suavemente los carros metálicos con los que se transportaba la comida, llevando su chirrido a oídos de todos los internos, rompiendo con esa monotonía espectral, pero sumiendo a la mayoría en un miedo irracional.

Se estremecía de solo pensar en los temores que la acechaban desde niña y que a lo largo de su vida la habían hostigado sin claudicar. Solían abordarla cuando la soledad la hacía prisionera, en una jaula sin barrotes delimitada por los recuerdos.

Eran sombras en su mente, que se movían con sigilo, como un asesino esperando el momento para cumplir su cometido. Sombras que ocultaban figuras sin formas, aborrecibles. Las mismas que desde niña devastaban su inconsciente.

¡Mamá! ¡Mamá! gritaba a oscuras en aquella cabaña junto al río. Pero su madre no acudía, absorta en sus penas o imaginando una forma de matarse. Era su padre el que acudía. Ese pescador de pocas palabras y manos firmes, la tranquilizaba y permanecía con ella hasta que se volvía a dormir.

Pero a pesar de su edad, esas pesadillas le habían dicho lo que le ocultaban: ese hombre no era su padre. Si lo era de sus dos hermanitos, pero no de ella. En esos sueños horribles, las sombras la sepultaban de arena y mientras eso sucedía, ardía su entrepierna, como si alguien estuviese quemándole la zona

sueños horribles, las sombras la sepultaban de arena y mientras eso sucedía, ardía su entrepierna, como si alguien estuviese quemándole la zona.

Mientras sus hermanitos correteaban por la arena, ella permanecía quieta, observando el río. Varias veces se había prometido preguntarle a su madre si ella podía decirle que eran sus pesadillas. Pero jamás habló de ello, ni siquiera le confesó haberlas tenido.

Aceptó a su padre y la ausencia de su madre, a pesar que estaba allí. Y con ese secreto a cuestas, hizo su vida.

Ahora la muerte golpeaba en los ventanales de aquel lugar. Las enfermeras no recorrían los pasillos, que se cernían a un silencio sepulcral, solo lacerado de momentos por los ruidos que provocaba la brisa de verano, colándose por los resquicios más ínfimos con el fin de torturar las mentes débiles de los allí internados.

Mantenía los ojos abiertos, porque cerrarlos implicaba confrontar a las sombras y ya no tenía fuerzas suficientes. Se estaba yendo, como lo hace una hoja en otoño. Se llevaba consigo el dolor de una vida repleta de sufrimientos, muchos de los cuales, no comprendía. Mientras respiraba por última vez escuchó el susurro de la arena deslizarse bajo su cuerpo y una risa muy suave, casi imperceptible, proveniente de alguna parte, quizá del infierno mismo.

Villa Constitución, 1967

La policía rastrilla la zona del puerto. Aún la noche es cerrada. Cuando el sol aparezca, se podrán apreciar mayores detalles. De todos modos la escena es espeluznante. Un joven de unos veinte años con el torso prácticamente atravesado con algún objeto de enormes dimensiones. Fue encontrado boca abajo, sobre uno de los muelles