VISIONARIOS a la gorra 4 | Page 10

tierra cubrió su rostro para transformarse al instante en barro. Arrojó la pala hacia un lado e hincó una rodilla en el suelo recién removido. No sabía leer, sin embargo no lo necesitaba para saber que era el nombre de su mujer el que estaba inscripto en la madera.

Se la había llevado la locura; sus constantes intentos de quitarse la vida habían prevalecido al fin. Ninguna de sus dos hijas había querido venir hasta la ciudad. Tampoco el único hijo vivo que les quedaba. Sentían odio hacia su madre, a la que en vano habían dedicado horas y horas de diálogo para persuadirla de sus intentos de suicidio.

Pedro sin embargo no la odiaba. Extrañaba a Ana. No estaba durmiendo, se decía, como cuando se iba a pescar y ella quedaba sola en la isla. Ya sea a pescar o donde fuera, sabría que ella no estaría durmiendo. Directamente, ya no estaría. Como el sol al atardecer, había desaparecido. Como la luna por la mañana, había huido. Y con ella, se había llevado parte de él.

Ana no duerme, se dijo. Ana ha muerto. Y ese pensamiento le arrebató la primera lágrima desde que la encontró aquella noche sobre el lecho que compartían desde hacía muchos años. Sin vida, parecía un ángel, con los brazos extendidos hacia cada lado, los ojos entornados y una mueca que se asemejaba a una sonrisa en el rostro, ya pálido y frío, contrastante con la sangre oscura que manchaba las sábanas, vertida casi como un manantial por las muñecas laceradas.

Se puso de pie, tomó la pala y se despidió para siempre de la mujer que amó. Se lamentó por la muerte y por no haber podido combatir los demonios que la acechaban.

Villa Constitución, 1925

Doce años habían pasado y hasta el momento en que tocaron a su puerta, a medianoche, siempre pensó que era fuerte, mucho más que la mujer que la había parido. Los murmullos del otro lado de la madera la asustaron, pero de todos modos, abrió. Una tempestad de dolor penetró en su hogar. Su padre había muerto.

Era la mayor, la que debía demostrar carácter. Pero no podía. No durmió en toda la noche, pensando en cómo decirle a su hermana y hermano lo que había acontecido. Por la mañana pidió que la llevaran hasta el campo donde ambos trabajaban. Sus manos temblaron durante el viaje. Su corazón se sintió pequeño, dañado.

No supo dar consuelo, no pudo contener el llanto, no escapó de las miserias humanas propias de la muerte. Y entonces recordó a su madre, que tan poco valor le había dado a la vida, al deseo constante de matarse y la odió más que nunca. Por haberse ido, por haber convertido a su padre en un ermitaño que jamás abandonó la cabaña en la isla. La odió por arrebatarle la felicidad desde niña.

Pero la odiaba más aún por lo que ella no sabía. Por aquello que la asustaba y jamás le había confesado.

Rosario, 1955

Agonizaba, lo sabía. Los días parecían más cortos y en las noches se despertaba sin saber donde se encontraba. Algunos ventanales, con las cortinas meciéndose al viento, la transportaban a un mundo lejano donde era princesa de su propio reino. Pero la traían a la realidad con inyecciones o pastillas y entonces comprendía que agonizaba.

Le dijeron que había cumplido ochenta años, pero bien podían ser cien. La vejez es como la eternidad, llega de repente pero no termina nunca. Había visto como su aspecto se degradaba a través de los almanaques, marchitándose hasta el último vestigio de encanto, como una flor al final de su temporada.