concurso mgz 83 83 la ceremonia porque tuvo un accidente en la carretera. – Su papá murió – le dije con un nudo en la garganta.
Mi paciente me esperaba para que le suturara una herida que tenía en la frente. Mientras lo hacía, las palabras en mi mente intentaban ordenarse antes de ser pronunciadas. Cuando salieron, a la vez que sostenía una de sus manos entre las mías, la calma de sus palabras me sorprendió. – Ya lo sabía … Habíamos salido tarde de la casa. Veníamos atrasados a la ceremonia de mi niñita, que se graduaba de kínder. Quedamos colgando de los cinturones de seguridad. No me respondía, yo le gritaba y él no me respondía. Estuvimos harto rato así. Mientras me sacaban por la ventana, le vi su carita azul, llena de sangre. Yo sabía …- Me decían sus labios inflamados, me miraban sus ojos tristes y morados. – Tengo que trasladarla a Puerto Montt para que la vean los especialistas. Su hija está bien. – fue lo que atiné a decir.
Tuve que salir un rato de la urgencia, necesitaba respirar aire fresco antes de seguir atendiendo a la gente, que ya comenzaba a manifestar su molestia por la demora en la atención. – Deben estar descansando – escuché decir a una señora mientras aun me tiritaban las manos. Cuando me percaté, me vi rodeado de unas cuarenta personas, colegas, amigos y familiares del difunto y su viuda. Uno de ellos me dijo que en el departamento de salud no lo podían creer, que don Miguel había trabajado más de veinte años por la salud de las mujeres de las islas. Ahí terminé de armarlo. En ese preciso momento, pude ver el cuadro completo. No éramos amigos ni cercanos, pero varias veces compartimos ese café en alguna posta rural. El que falleció era el matrón del equipo de salud rural. Y su señora, con la que también había trabajado varias veces: era técnico paramédico de una de las postas. Su rostro herido no me dejó reconocerla.
Cuando terminó mi turno, me esperaba en casa un abrazo de mi novia. La ceremonia de graduación terminó con un minuto de silencio por el papá fallecido, y por la mamá hospitalizada.
Seis meses después, en la posta de Pargua, una paramédico me pasó el montón de fichas de los pacientes que tenía que ver esa jornada. Se dio la vuelta para salir pero algo la detuvo. Me miró, me tomó una mano, y comenzó a llorar. – Gracias. – No reconocí su rostro sano, pero al instante identifiqué esas manos que sostuve cuando le di la peor noticia de su vida.