VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 86
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balandra iba tan cargada que navegaba muy despacio, y nosotros tampoco estábamos en
condiciones de defendernos.
Fuimos abordados casi a un tiempo por los dos piratas, que entraron ferozmente a la
cabeza de sus hombres; pero hallándonos postrados con las caras contra el suelo -lo que di
orden de hacer-, nos maniataron con gruesas cuerdas y, después de ponernos guardia,
marcharon a saquear la embarcación.
Advertí entre ellos a un holandés que parecía tener alguna autoridad, aunque no era
comandante de ninguno de los dos barcos. Notó él por nuestro aspecto que éramos ingleses,
y hablándonos atropelladamente en su propia lengua juró que nos atarían espalda con
espalda y nos arrojarían al mar. Yo hablaba holandés bastante regularmente; le dije quién
era y le rogué que, en consideración a que éramos cristianos y protestantes, de países
vecinos unidos por estrecha alianza, moviese a los capitanes a que usaran de piedad con
nosotros. Esto inflamó su cólera; repitió las amenazas y, volviéndose a sus compañeros,
habló con gran vehemencia, en idioma japonés, según supongo, empleando frecuentemente
la palabra cristianos.
El mayor de los dos barcos piratas iba mandado por un capitán japonés que hablaba el
holandés algo, pero muy imperfectamente. Se me acercó, y d espués de varias preguntas, a
las que contesté con gran humildad, dijo que no nos matarían. Hice al capitán una profunda
reverencia, y luego, volviéndome hacia el holandés, dije que lamentaba encontrar más
merced en un gentil que en un hermano cristiano. Pero pronto tuve motivo para
arrepentirme de estas palabras, pues aquel malvado sin alma, después de pretender en vano
persuadir a los capitanes de que debía arrojárseme al mar -en lo que ellos no quisieron
consentir después de la promesa que se me había hecho de no matarnos-, influyó, sin
embargo, lo suficiente para lograr que se me infligiese un castigo peor en todos los
humanos aspectos que la muerte misma. Mis hombres fueron enviados, en número igual, a
ambos barcos piratas, y mi balandra, tripulada por nuevas gentes. Por lo que a mí toca, se
dispuso que sería lanzado al mar, a la ventura, en una pequeña canoa con dos canaletes y
una vela y provisiones para cuatro días -éstas tuvo el capitán japonés la bondad de
duplicarlas de sus propios bastimentos-, sin permitir a nadie que me buscase. Bajé a la
canoa, mientras el holandés, de pie en la cubierta, me atormentaba con todas las
maldiciones y palabras injuriosas que su idioma puede dar de sí.
Como una hora antes de ver a los piratas había hecho yo observaciones y hallado que
estábamos a una latitud de 46º N. y una longitud de 183. Cuando estuve a alguna distancia
de los piratas descubrí con mi anteojo de bolsillo varias islas al Sudeste. Largué la vela con
el designio de llegar, aprovechando el viento suave que soplaba, a la más próxima de estas
islas, lo que conseguí en unas tres horas. Era toda peñascosa; encontré, no obstante, muchos
huevos de pájaros, y haciendo fuego prendí algunos brezos y algas secas y en ellos asé los
huevos. No tomé otra cena, resuelto a ahorrar cuantas provisiones pudiese. Pasé la noche al
abrigo de una roca, acostado sobre un poco de brezo, y dormí bastante bien.
Al día siguiente navegué a otra isla, y luego a una tercera y una cuarta, unas veces con la
vela y otras con los remos. Pero, a fin de no molestar al lector con una relación detallada de
mis desventuras, diré sólo que al quinto día llegué a la última isla que se me ofrecía a la
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