VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 68
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Su Majestad que en Europa no teníamos monos, aparte de los que se llevaban de otros sitios
por curiosidad, y éstos eran tan pequeños, que yo podía habérmelas con una docena a la vez
si acaso se les ocurriera atacarme. Y en cuanto a aquel monstruoso animal con quien había
tenido que vérmelas recientemente -y que era, sin duda, tan grande como un elefante-, si el
temor no me hubiese impedido caer en la cuenta de que podía utilizar mi alfanje -dije esto
con expresión fiera y golpeando con la mano la guarnición- cuando metió la garra en mi
cuarto, quizá le hubiese hecho herida tal que se hubiera tenido por muy contento con poder
retirarla más aprisa de lo que la había metido. Pero mi discurso no produjo otro efecto que
una fuerte risotada, que todo el respeto debido a Su Majestad no pudo contener en aquellos
que le daban asistencia. Esto me hizo reflexionar cuán vano intento es en un hombre el de
hacerse honor a sí mismo entre aquellos que están fuera de todo grado de igualdad o de
comparación con él. Y, sin embargo, he visto con gran frecuencia la moral de mi conducta
de entonces a mi regreso a Inglaterra, donde un belitre despreciable cualquiera, sin el menor
título por nacimiento, calidad, talento ni aun sentido común, se hace el importante y
pretende ser uno con las personas más altas del reino.
Cada día proporcionaba yo a la corte alguna historia ridícula, y Glumdalclitch, aunque
me quería hasta el exceso, era lo bastante pícara para enterar a la reina de cualquier
despropósito que yo hiciese si creía que podía servir de diversión a Su Majestad.
Capítulo 6
El autor se da maña por agradar al rey y a la reina. -Muestra su habilidad en la música. -
El rey se informa del estado de Europa, que el autor le expone. -Observaciones del rey.
Asistía yo una o dos veces en la semana al acto de levantarse el rey, y con frecuencia le
veía en manos de su barbero, lo que en verdad constituía al principio un espectáculo
terrible, pues la navaja era casi doble de larga que una guadaña corriente. Su Majestad,
según la costumbre del país, se afeitaba solamente dos veces a la semana. En una ocasión
pude convencer al barbero para que me diese parte de las jabonaduras, de entre las cuales
saqué cuarenta o cincuenta de los cañones más fuertes. Cogí luego un trocito de madera
fina y lo corté dándole la forma del lomo de un peine e hice en él varios agujeros a
distancias iguales con la aguja más delgada que pudo proporcionarme Glumdalclitch. Me di
tan buen arte para fijar en él los cañones, rayéndolos y afilándolos por la punta con mi
navaja, que hice un peine bastante bueno. Refuerzo muy del caso, porque el mío tenía las
púas rotas hasta el punto de ser casi inservible, y no conocía en el país artista tan delicado
que pudiera encargarse de hacerme otro.
Al mismo tiempo aquello me sugirió una diversión en que pasé muchas de mis horas de
ocio. Pedí a la dama de la reina que me guardara el pelo que Su Majestad soltase cuando se
la peinaba, y pasado algún tiempo tuve cierta cantidad. Consulté con mi amigo el ebanista,
que tenía orden de hacerme los trabajillos que necesitase, y le encargué la armadura de dos
sillas no mayores que las que tenía en mi caja y que practicara luego unos agujeritos con
una lezna fina alrededor de lo que había de ser respaldo y asiento. Por estos agujeros pasé
los cabellos más fuertes que pude hallar, al modo que se hace en las sillas de mimbres en
Inglaterra. Cuando estuvieron terminadas las regalé a Su Majestad la reina, quien las puso
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