VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 60
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después la reina lo regaló a una dama de mucha calidad. Así que no volví a verle, con gran
satisfacción mía, pues no sé decir a qué extremo hubiese llevado su resentimiento este
bribón endemoniado.
Ya antes me había jugado una mala pasada, que hizo reir a la reina, aunque al mismo
tiempo se disgustó tan profundamente que estuvo a punto de despedirle, y sin duda lo
hubiese hecho a no ser yo lo bastante generoso para interceder. Su Majestad la reina se
había servido un hueso de tuétano, y cuando hubo sacado éste volvió a poner el hueso en la
fuente derecho como antes estaba. El enano, acechando una oportunidad, mientras
Glumdalclitch iba al aparador, se subió en la banqueta en que ella se ponía de pie para
cuidar de mí durante las comidas, me levantó con las dos manos y, apretándome las piernas
una contra otra, me las encajó dentro del hueso de tuétano, donde entré hasta más arriba de
la cintura y quedé como hincado un rato, haciendo muy ridícula figura. Supongo que pasó
cerca de un minuto primero que nadie supiese adónde había ido a parar, porque gritar
entendí que hubiera sido rebajamiento. Pero como los príncipes casi nunca toman la comida
caliente, no se me escaldaron las piernas, y sólo mis medias y mis calzones quedaron en
poco limpia condición. El enano, gracias a mis súplicas, no sufrió otro castigo que unos
buenos azotes.
La reina se reía frecuentemente de mí por causa de mi cobardía, y acostumbraba
preguntarme si la gente de mi país era toda tan cobarde como yo. Uno de los motivos fue
éste: el reino se infesta de mosquitos en verano, y estos odiosos insectos, cada uno del
tamaño de una calandria de Dunstable, no me daban punto de reposo cuando estaba sentado
a la mesa, con su continuo zumbido alrededor de mis orejas. A veces se me paraban en la
comida; otras se me ponían en la nariz o en la frente, donde su picadura me llegaba a lo
vivo, despidiendo malísimo olor, y me era fácil seguir el trazo de esa materia viscosa, que,
según nos enseñan nuestros naturalistas, permite a estos animales andar por el techo con las
patas hacia arriba. Pasaba yo gran trabajo para defenderme de estos bichos detestables y no
podía dejar de estremecerme cuando se me venían a la cara. El enano había cogido la
costumbre de cazar con la mano cierto número de estos insectos, como hacen nuestros
colegiales, y soltármelos de repente debajo de la nariz, de propósito para asustarme y
divertir a la reina. Mi remedio era destrozarlos con mi navaja conforme iban volando por el
aire, ejercicio en que se admiraba mucho mi destreza.
Recuerdo que una mañana en que Glumdalclitch me había puesto dentro de mi caja en
una ventana, como tenía costumbre de hacer los días buenos, para que me diese el aire -
pues yo no me atrevía a consentir que colgaran la caja en un clavo por fuera de la ventana,
al modo en que nosotros colgamos las jaulas en Inglaterra-, cuando había corrido una de
mis vidrieras y sentádome a mi mesa para comer un pedazo de bollo como desayuno, más
de veinte avispas, atraídas por el olor, entraron en mi cuarto volando con zumbido más
fuerte que el que hicieran los roncones de otras tantas gaitas. Algunas me cogieron el bollo
y se lo llevaron a pedazos; otras me revoloteaban alrededor de la cabeza y la cara,
aturdiéndome con sus ruidos y poniendo en mi ánimo el mayor espanto con sus aguijones.
Sin embargo, tuve valor para levantarme y sacar el alfanje y atacarlas en su vuelo.
Despaché cuatro; las demás huyeron y yo cerré en seguida la ventana. Estos insectos eran
grandes como perdices; les arranqué los aguijones, que hallé ser de pulgada y media de
largo y agudos como agujas. Los conservé cuidadosamente, y después de haberlos
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