VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 54
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hubiera consentido que me tocase nadie, excepto mi niñera; y para evitar riesgos, se
dispusieron en torno de la mesa bancos a distancia que me mantuviese fuera del alcance de
todos. No obstante, un colegial revoltoso me asestó a la cabeza una avellana que estuvo en
muy poco que me diese; venía la tal además con tanta violencia, que infaliblemente me
hubiera saltado los sesos, pues casi era tan grande como una calabaza de poco tamaño. Pero
tuve la satisfacción de ver al bribonzuelo bien zurrado y expulsado de la estancia.
Mi amo hizo público que me enseñaría otra vez el próximo día de mercado, y entretanto
me dispuso un vehículo más conveniente, lo que no le faltaban razones para hacer, pues
quedé tan rendido de mi primer viaje y de divertir a la concurrencia durante ocho horas
seguidas, que apenas podía tenerme en pie ni articular una palabra. Lo menos tres días tardé
en recobrar las fuerzas; y ni en casa tenía descanso, porque todos los señores de las
cercanías, en un radio de cien millas, noticiosos de mi fama, acudían a verme a la misma
casa de mi amo. No bajarían los que lo hicieron de treinta, con sus mujeres y sus niños -
porque el país es muy populoso-, y mi amo pedía el importe de una habitación llena cada
vez que me enseñaba en casa, aunque fuera a una sola familia. Así, durante algún tiempo
apenas tuve reposo ningún día de la semana -excepto el viernes, que es el sábado entre
ellos-, aunque no me llevaron a la ciudad.
Conociendo mi amo cuánto provecho podía sacar de mí, se resolvió a llevarme a las
poblaciones de más consideración del reino. Y después de proveerse de todo lo preciso para
una larga excursión y dejar resueltos los asuntos de su casa, se despidió de su mujer, y el 17
de agosto de 1703, a los dos meses aproximadamente de mi llegada, salimos para la
metrópoli, situada hacia el centro del imperio y a unas tres mil millas de distancia de
nuestra casa. Mi amo montó a su hija Glumdalclitch detrás de él y ella me llevaba en su
regazo dentro de una caja atada a la cintura. La niña había forrado toda la caja con la tela
más suave que pudo hallar, acolchándola bien por la parte de abajo, amoblándola con la
cama de su muñeca, provístome de ropa blanca y otros efectos necesarios y dispuesto todo
lo más convenientemente que pudo. No llevábamos otra compañía que un muchacho de la
casa, que cabalgaba detrás con el equipaje.
Era el designio de mi amo enseñarme en todas las ciudades que cogieran de camino y
desviarse hasta cincuenta o cien millas para visitar alguna aldea o la casa de alguna persona
de condición, donde esperase encontrar clientela. Hacíamos jornadas cómodas, de no más
de ciento cincuenta a ciento setenta millas por día, porque Glumdalclitch, con propósito de
librarme a mí, se dolía de estar fatigada con el trote del caballo. A menudo me sacaba de la
caja, atendiendo mis deseos, para que me diese el aire y enseñarme el paisaje, pero
sujetándome siempre fuertemente con ayuda de unos andadores. Atravesamos cinco o seis
ríos por gran modo más anchos y más profundos que el Nilo o el Ganges, y apenas había
algún riachuelo tan chico como el Támesis por London Bridge. Empleamos diez semanas
en el viaje, y fuí enseñado en dieciocho grandes poblaciones, aparte de muchas aldeas y
familias particulares.
El 26 de octubre llegamos a la metrópoli, llamada en la lengua de ellos Lorbrulgrud, o
sea Orgullo del Universo. Mi amo tomó un alojamiento en la calle principal de la
población, no lejos del palacio real, y publicó carteles en la forma acostumbrada, con una
descripción exacta de mi persona y mis méritos. Alquiló un aposento grande, de tres o
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