VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 34
28
común. A los pobres y enfermos se les recoge en hospitales, porque la mendicidad es un
oficio desconocido en este imperio.
Y ahora quizá pueda interesar al lector curioso que yo le dé alguna cuenta de mis
asuntos particulares y de mi modo de vivir en aquel país durante una residencia de nueve
meses y trece días. Como tengo idea para las artes mecánicas, y como también me forzaba
la necesidad, me había hecho una mesa y una silla bastante buenas valiéndome de los
mayores árboles del parque real. Se dedicaron doscientas costureras a hacerme camisas y
lienzos para la cama y la mesa, todo de la más fuerte y basta calidad que pudo encontrarse,
y, sin embargo, tuvieron que reforzar este tejido dándole varios dobleces, porque el más
grueso era algunos puntos más fino que la batista. Las telas tienen generalmente tres
pulgadas de ancho, y tres pies forman una pieza. Las costureras me tomaron medida
acostándome yo en el suelo y subiéndoseme una en el cuello y otra hacia media pierna, con
una cuerda fuerte, que sostenían extendida una por cada punta, mientras otra tercera medía
la longitud de la cuerda con una regla de una pulgada de largo. Luego me midieron el dedo
pulgar de la mano derecha, y no necesitaron más, pues por medio de un cálculo
matemático, según el cual dos veces la circunferencia del dedo pulgar es una vez la
circunferencia de la muñeca, y así para el cuello y la cintura, y con ayuda de mi camisa
vieja, que extendí en el suelo ante ellas para que les sirviese de patrón, me asentaron las
nuevas perfectamente. Del mismo modo se dedicaron trescientos sastres a hacerme
vestidos; pero ellos recurrieron a otro expediente para tomarme medida. Me arrodillé, y
pusieron una escalera de mano desde el suelo hasta mi cuello; uno subió por esta escalera y
dejó caer desde el cuello de mi vestido al suelo una plomada cuya cuerda correspondía en
largo al de mi casaca, pero los brazos y la cintura, me los medí yo mismo. Cuando estuvo
acabado mi traje, que hubo que hacer en mi misma casa, pues en la mayor de las suyas no
hubiera cabido, tenía el aspecto de uno de esos trabajos de retacitos que hacen las señoras
en Inglaterra, salvo que era todo de un mismo color.
Disponía yo de trescientos cocineros para que me aderezasen los manjares, alojados en
pequeñas barracas convenientemente edificadas alrededor de mi casa, donde vivían con sus
familias. Me preparaban dos platos cada uno. Cogía con la mano veinte camareros y los
colocaba sobre la mesa, y un centenar más me servían abajo en el suelo, unos llevando
platos de comida y otros barriles de vino y diferentes licores, cargados al hombro, todo lo
cual subían los camareros de arriba, cuando yo lo necesitaba, en modo muy ingenioso,
valiéndose de unas cuerdas, como nosotros subimos el cubo de un pozo en Europa. Cada
plato de comida hacía por un buen bocado, y cada barril, por un trago razonable. Su cordero
cede al nuestro, pero su vaca es excelente. Una vez comí un lomo tan grande, que tuve que
darle tres bocados; pero esto fue raro. Mis servidores se asombraban de verme comerlo con
hueso y todo, como en nuestro país hacemos con las patas de las calandrias. Los gansos y
los pavos me los comía de un bocado por regla general, y debo confesar que aventajan con
mucho a los nuestros. De las aves más pequeñas podía coger veinte o treinta con la punta de
mi navaja.
Un día, Su Majestad Imperial, informado de mi método de vida, expresó el deseo de
tener él y de que tuviera su real consorte, así como los jóvenes príncipes de la sangre de
ambos sexos, el gusto -como él se dignó decir- de comer conmigo. En consecuencia
vinieron, y yo los coloqué en tronos dispuestos sobre mi mesa, justamente frente a mí,
34