VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 114
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quienes se admite en aquel reino. De suerte que dije al oficial que, habiendo naufragado en
la costa de Balnibarbi y estrelládose la embarcación contra una roca, me recibieron en
Laputa, la isla volante -de la que él había oído hablar con frecuencia-, e intentaba a la hora
presente llegar al Japón, para de allí regresar a mi país cuando se me ofreciera oportunidad.
El oficial me dijo que había de quedar preso hasta que él recibiese órdenes de la corte,
adonde escribiría inmediatamente, y que esperaba recibir respuesta en quince días. Me
llevaron a un cómodo alojamiento y me pusieron centinela a la puerta; sin embargo, tenía el
desahogo de un hermoso jardín y me trataban con bastante humanidad, aparte de correr a
cargo del rey mi mantenimiento. Me visitaron varias personas, llevadas principalmente de
su curiosidad, porque se cundió que llegaba de países muy remotos de que no habían oído
hablar nunca.
Asalarié en calidad de intérprete a un joven que había ido en el mismo barco; era natural
de Luggnagg, pero había vivido varios años en Maldonado y era consumado maestro en
ambas lenguas. Con su ayuda pude mantener conversación con quienes acudían a visitarme,
aunque ésta consistía sólo en sus preguntas y mis contestaciones.
En el tiempo esperado, aproximadamente, llegó el despacho de la corte. Contenía una
cédula para que me llevasen con mi acompañamiento a Traldragdubb o Trildrogdrib -pues
de ambas maneras se pronuncia, según creo recordar-, guardado por una partida de diez
hombres de a caballo. Todo mi acompañamiento se reducía al pobre muchacho que me
servía de intérprete, y a quien pude persuadir de que quedase a mi servicio; y gracias a mis
humildes súplicas se nos dio a cada uno una mula para el camino. Se despachó a un
mensajero media jornada delante de nosotros para que diese al rey noticia de mi próxima
llegada y rogar a Su Majestad que se dignase señalar el día y la hora en que hubiera de
tener la graciosa complacencia de permitirme el honor de lamer el polvo de delante de su
escabel. Éste es el estilo de la corte y, según tuve ocasión de apreciar, algo más que una
simple fórmula, pues al ser recibido dos días después de mi llegada se me ordenó
arrastrarme sobre el vientre y lamer el suelo conforme avanzase; pero teniendo en cuenta
que era extranjero, se había cuidado de limpiar el piso de tal suerte, que el polvo no
resultaba muy molesto. Sin embargo, ésta era una gracia especial, sólo dispensada a
personas del más alto rango cuando solicitaban audiencia. Es más: algunas veces, cuando la
persona que ha de ser recibida tiene poderosos enemigos en la corte, se esparce polvo en el
suelo de propósito; y yo he visto un gran señor con la boca de tal modo atracada, que
cuando se hubo arrastrado hasta la distancia conveniente del trono no pudo hablar una
palabra siquiera. Y lo peor es que no hay remedio, porque es delito capital en quienes son
admitidos a audiencia escupir o limpiarse la boca en presencia de Su Majestad.
He aquí otra costumbre con la que no puedo mostrarme del todo conforme: cuando el
rey determina dar muerte a alguno de sus nobles de suave e indulgente manera, manda que
sea esparcido por el suelo cierto polvo obscuro de mortífera composición, y que
infaliblemente mata a quien lo lame en el término de veinticuatro horas. Pero, haciendo
justicia a la gran clemencia de este príncipe y al cuidado que tiene con la vida de sus
súbditos -en lo que sería muy de desear que le imitasen los de Europa-, ha de decirse en su
honor que hay dada severa orden para que después de cada ejecución de éstas se frieguen
bien las partes del suelo inficionadas, y si los criados se descuidasen correrían el peligro de
incurrir en el real desagrado. Yo mismo oí al rey dar instrucciones para que se azotase a
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