VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 112

106 respectivos jamás prefirieron a persona alguna de mérito, salvo por error o por deslealtad de algún ministro en quien confiaban, ni lo harían si vivieran otra vez; y me daban como razón poderosa la de que el trono real no podía sostenerse sin corrupción, porque ese carácter positivo, firme y tenaz que la virtud comunica a los hombres era un obstáculo perpetuo para los asuntos públicos. Tuve la curiosidad de averiguar, con ciertas mañas, por qué métodos habían llegado muchos a procurarse altos títulos de honor y crecidísimas haciendas. Limité mis averiguaciones a una época muy moderna, sin rozar, no obstante, los tiempos presentes, porque quise estar seguro de no ofender ni aun a los extranjeros -pues supongo que no necesito decir a los lectores que en lo que vengo diciendo no trato en lo más mínimo de mirar por mi país-; fueron llamadas en gran número personas interesadas, y con un muy ligero examen descubrí tal escena de infamia, que no puedo pensar en ella sin cierto dolor. El perjurio, la opresión, la subordinación, el fraude, la alcahuetería y flaquezas análogas figuraban entre las artes más excusables de que tuvieron que hacer mención, y para ellas tuve, como era de juicio, la debida indulgencia; pero cuando confesaron algunos que debían su engrandecimiento y bienestar al vicio, otros a haber traicionado a su país o a su príncipe, quién a envenamientos, cuántos más a haber corrompido la justicia para aniquilar al inocente, mi impresión fue tal, que espero ser perdonado si estos descubrimientos me inclinan un poco a rebajar la profunda veneración con que mi natural me lleva a tratar a las personas de alto rango, a cuya sublime dignidad debemos el mayor respeto nosotros sus inferiores. Había encontrado frecuentemente en mis lecturas mención de algunos grandes servicios hechos a los príncipes y a los estados, y quise ver a las personas que los hubiesen rendido. Preguntéles, y me dijeron que sus nombres no estaban en la memoria de nadie, si se exceptuaban unos cuantos que nos presentaba la Historia como correspondientes a los bribones y traidores más viles. Por lo que hacía a los demás llamados, yo no había oído nunca hablar de ellos; todos se presentaron con miradas de abatimiento y vestidos con los más miserables trajes. La mayor parte me dijeron que habían muerto en la pobreza y la desventura, y los demás, que en un cadalso o en una horca. Había, entre otros, un individuo cuyo caso parecía un poco singular. A su lado tenía un joven como de dieciocho años. Me dijo que durante muchos había sido comandante de un barco, y que en la batalla de Accio tuvo la buena fortuna de romper la línea principal de batalla del enemigo, hundir a éste tres de sus barcos principales y apresar otro, lo que vino a ser la sola causa de la huída de Antonio y de la victoria que se siguió. El joven que tenía a su lado, su hijo único, encontró la muerte en la batalla. Añádió que, creyendo tener algún mérito a su favor, cuando terminó la guerra fue a Roma y solicitó de la corte de Augusto ser elevado al mando de un navío mayor cuyo comandante había sido muerto; pero sin tener para nada en cuenta sus pretensiones, se dio el mando a un joven que nunca había visto el mar, hijo de una tal Libertina, que estaba al servicio de una de las concubinas del emperador. De vuelta a su embarcación, se le acusó de abandono de su deber y se dio el barco a un paje favorito de Publícola, el vicealmirante; en vista de lo cual, él se retiró a una menguada heredad a gran distancia de Roma, donde terminó su vida. Tal curiosidad me vino por conocer la verdad de esta historia, que pedí que fuese llamado Agripa, almirante en aquella batalla. Apareció y confirmó todo el relato, pero mucho más en ventaja del capitán, cuya modestia había atenuado y ocultado gran parte de su mérito. 112