VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 112
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respectivos jamás prefirieron a persona alguna de mérito, salvo por error o por deslealtad de
algún ministro en quien confiaban, ni lo harían si vivieran otra vez; y me daban como razón
poderosa la de que el trono real no podía sostenerse sin corrupción, porque ese carácter
positivo, firme y tenaz que la virtud comunica a los hombres era un obstáculo perpetuo para
los asuntos públicos.
Tuve la curiosidad de averiguar, con ciertas mañas, por qué métodos habían llegado
muchos a procurarse altos títulos de honor y crecidísimas haciendas. Limité mis
averiguaciones a una época muy moderna, sin rozar, no obstante, los tiempos presentes,
porque quise estar seguro de no ofender ni aun a los extranjeros -pues supongo que no
necesito decir a los lectores que en lo que vengo diciendo no trato en lo más mínimo de
mirar por mi país-; fueron llamadas en gran número personas interesadas, y con un muy
ligero examen descubrí tal escena de infamia, que no puedo pensar en ella sin cierto dolor.
El perjurio, la opresión, la subordinación, el fraude, la alcahuetería y flaquezas análogas
figuraban entre las artes más excusables de que tuvieron que hacer mención, y para ellas
tuve, como era de juicio, la debida indulgencia; pero cuando confesaron algunos que debían
su engrandecimiento y bienestar al vicio, otros a haber traicionado a su país o a su príncipe,
quién a envenamientos, cuántos más a haber corrompido la justicia para aniquilar al
inocente, mi impresión fue tal, que espero ser perdonado si estos descubrimientos me
inclinan un poco a rebajar la profunda veneración con que mi natural me lleva a tratar a las
personas de alto rango, a cuya sublime dignidad debemos el mayor respeto nosotros sus
inferiores. Había encontrado frecuentemente en mis lecturas mención de algunos grandes
servicios hechos a los príncipes y a los estados, y quise ver a las personas que los hubiesen
rendido. Preguntéles, y me dijeron que sus nombres no estaban en la memoria de nadie, si
se exceptuaban unos cuantos que nos presentaba la Historia como correspondientes a los
bribones y traidores más viles. Por lo que hacía a los demás llamados, yo no había oído
nunca hablar de ellos; todos se presentaron con miradas de abatimiento y vestidos con los
más miserables trajes. La mayor parte me dijeron que habían muerto en la pobreza y la
desventura, y los demás, que en un cadalso o en una horca.
Había, entre otros, un individuo cuyo caso parecía un poco singular. A su lado tenía un
joven como de dieciocho años. Me dijo que durante muchos había sido comandante de un
barco, y que en la batalla de Accio tuvo la buena fortuna de romper la línea principal de
batalla del enemigo, hundir a éste tres de sus barcos principales y apresar otro, lo que vino a
ser la sola causa de la huída de Antonio y de la victoria que se siguió. El joven que tenía a
su lado, su hijo único, encontró la muerte en la batalla. Añádió que, creyendo tener algún
mérito a su favor, cuando terminó la guerra fue a Roma y solicitó de la corte de Augusto ser
elevado al mando de un navío mayor cuyo comandante había sido muerto; pero sin tener
para nada en cuenta sus pretensiones, se dio el mando a un joven que nunca había visto el
mar, hijo de una tal Libertina, que estaba al servicio de una de las concubinas del
emperador. De vuelta a su embarcación, se le acusó de abandono de su deber y se dio el
barco a un paje favorito de Publícola, el vicealmirante; en vista de lo cual, él se retiró a una
menguada heredad a gran distancia de Roma, donde terminó su vida. Tal curiosidad me
vino por conocer la verdad de esta historia, que pedí que fuese llamado Agripa, almirante
en aquella batalla. Apareció y confirmó todo el relato, pero mucho más en ventaja del
capitán, cuya modestia había atenuado y ocultado gran parte de su mérito.
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