VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 11
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de promesas, piedad y cortesía. Yo contesté en pocas palabras, pero del modo más sumiso,
alzando la mano izquierda, y los ojos hacia el sol, como quien lo pone por testigo; y como
estaba casi muerto de hambre, pues no había probado bocado desde muchas horas antes de
dejar el buque, sentí con tal rigor las demandas de la Naturaleza, que no pude dejar de
mostrar mi impaciencia -quizá contraviniendo las estrictas reglas del buen tono -
llevándome el dedo repetidamente a la boca para dar a entender que necesitaba alimento. El
hurgo -así llaman ellos a los grandes señores, según supe después- me comprendió muy
bien. Bajó del tablado y ordenó que se apoyasen en mis costados varias escaleras; más de
un centenar de habitantes subieron por ellas y caminaron hacia mi boca cargados con cestas
llenas de carne, que habían sido dispuestas y enviadas allí por orden del rey a la primera
seña que hice. Observé que era la carne de varios animales, pero no pude distinguirlos por
el gusto. Había brazuelos, piernas y lomos formados como los de carnero y muy bien
sazonados, pero más pequeños que alas de calandria. Yo me comía dos o tres de cada
bocado y me tomé de una vez tres panecillos aproximadamente del tamaño de balas de
fusil. Me abastecían como podían buenamente, dando mil muestra de asombro y maravilla
por mi corpulencia y mi apetito. Hice luego seña de que me diesen de beber. Por mi modo
de comer juzgaron que no me bastaría una pequeña cantidad, y como eran gentes
ingeniosísimas, pusieron en pie con gran destreza uno de sus mayores barriles y después lo
rodaron hacia mi mano y le arrancaron la parte superior; me lo bebí de un trago, lo que bien
pude hacer, puesto que no contenía media pinta, y sabía como una especie de vinillo de
Burgundy, aunque mucho menos sabroso. Trajéronme un segundo barril, que me bebí de la
misma manera, e hice señas pidiendo más; pero no había ya ninguno que darme. Cuando
hube realizado estos prodigios, dieron gritos de alborozo y bailaron sobre mi pecho,
repitiendo varias veces, como al principio hicieron: Hekinah degul. Me dieron a entender
que echase abajo los dos barriles, después de haber avisado a la gente que se quitase de en
medio gritándole: Borach mivola; y cuando vieron por el aire los toneles estalló un grito
general de: Hekinah degul. Confieso que a menudo estuve tentado, cuando andaban
paseándoseme por el cuerpo arriba y abajo, de agarrar a los primeros cuarenta o cincuenta
que se me pusieran al alcance de la mano y estrellarlos contra el suelo; pero el recuerdo de
lo que había tenido que sufrir, y que probablemente no era lo peor que de ellos se podía
temer, y la promesa que por mi honor les había hecho -pues así interpretaba yo mismo mi
sumisa conducta-, disiparon pronto esas ideas. Además, ya entonces me consideraba
obligado por las leyes de la hospitalidad a una gente que me había tratado con tal
esplendidez y magnificencia. No obstante, para mis adentros no acababa de maravillarme
de la intrepidez de estos diminutos mortales que osaban subirse y pasearse por mi cuerpo
teniendo yo una mano libre, sin temblar solamente a la vista de una criatura tan
desmesurada como yo debía de parecerles a ellos. Después de algún tiempo, cuando
observaron que ya no pedía más de comer, se presentó ante mí una persona de alto rango en
nombre de Su Majestad Imperial. Su Excelencia, que había subido por la canilla de mi
pierna derecha, se me adelantó hasta la cara con una docena de su comitiva, y sacando sus
credenciales con el sello real, que me acercó mucho a los ojos, habló durante diez minutos
sin señales de enfado, pero con tono de firme resolución. Frecuentemente, apuntaba hacia
adelante, o sea, según luego supe, hacia la capital, adonde Su Majestad, en consejo, había
decidido que se me condujese. Contesté con algunas palabras, que de nada sirvieron, y con
la mano desatada hice seña indicando la otra -claro que por encima de la cabeza de Su
Excelencia, ante el temor de hacerle daño a él o a su séquito-, y luego la cabeza y el cuerpo,
para dar a entender que deseaba la libertad. Parece que él me comprendió bastante bien,
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