VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 109
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que es la capital de esta pequeña isla, y a la mañana siguiente volvimos a ponernos a las
órdenes del gobernador en cumplimiento de lo que se dignó mandarnos.
De este modo continuamos en la isla diez días; las más horas de ellos, con el
gobernador, y por la noche en nuestro alojamiento. Pronto me familiaricé con la vista de los
espíritus, hasta el punto de que a la tercera o cuarta vez ya no me causabanimpresión
ninguna, o, si tenía aún algunos recelos, la curiosidad los superaba. Su Alteza el gobernador
me ordenó que llamase de entre los muertos a cualesquiera personas cuyos nombres se me
ocurriesen y en el número que se me antojase, desde el principio del mundo hasta el tiempo
presente, y les mandase responder a las preguntas que tuviera a bien dirigirles, con la
condición de que mis preguntas habían de reducirse al periodo de los tiempos en que
vivieron. Y agregó que una cosa en que podía confiar era en que me dirían la verdad
indudablemente, pues el mentir era un talento sin aplicación ninguna en el mundo interior.
Expresé a Su Alteza mi más humilde reconocimiento por tan gran favor. Estábamos en
un aposento desde donde se descubría una bella perspectiva del parque. Y como mi primera
inclinación me llevara a admirar escenas de pompa y magnificencia, pedí ver a Alejandro el
Grande a la cabeza de su ejército inmediatamente después de la batalla de Arbela; lo cual, a
un movimiento que hizo con un dedo el gobernador, se apareció inmediatamente en un gran
campo al pie de la ventana en que estábamos nosotros. Alejandro fue llamado a la
habitación; con grandes trabajos pude entender su griego, que se parecía muy poco al que
yo sé. Me aseguró por su honor que no había muerto envenenado, sino de una fiebre a
consecuencia de beber con exceso.
Luego vi a Aníbal pasando los Alpes, quien me dijo que no tenía una gota de vinagre en
su campo. Vi a César y a Pompeyo, a la cabeza de sus tropas, dispuestos para acometerse.
Vi al primero en su último gran triunfo. Pedí que se apareciese ante mí el Senado de Roma
en una gran cámara, y en otra, frente por frente, una Junta representativa moderna. Se me
antojó el primero una asamblea de héroes y semidioses, y la otra, una colección de
buhoneros, raterillos, salteadores de caminos y rufianes.
El gobernador, a ruego mío, hizo seña para que avanzasen hacia nosotros César y Bruto.
Sentí súbitamente profunda veneración a la vista de Bruto, en cuyo semblante todas las
facciones revelaban la más consumada virtud, la más grande intrepidez, firmeza de
entendimiento, el más verdadero amor a su país y general benevolencia para la especie
humana. Observé con gran satisfacción que estas dos personas estaban en estrecha
inteligencia, y César me confesó francamente que no igualaban con mucho las mayores
hazañas de su vida a la gloria de habérsela quitado. Tuve el honor de conversar largamente
con Bruto, y me dijo que sus antecesores, Junius, Sócrates, Epaminondas, Catón el joven,
sir Thomas Moore y él estaban juntos a perpetuidad; sextunvirato al que entre todas las
edades del mundo no pueden añadir un séptimo nombre.
Sería fatigosa para el lector la referencia del gran número de gentes esclarecidas que
fueron llamadas para satisfacer el deseo insaciable de ver ante mí el mundo en las diversas
edades de la antigüedad. Satisfice mis ojos particularmente mirando a los asesinos de
tiranos y usurpadores y a los restauradores de la libertad de naciones oprimidas y
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