Mi casa era bella, un jardín de rosas blancas y un limonero
perfumado nos daban la bienvenida. La ventana de la cocina daba a la
calle lo que me permitía estar atenta cuando alguna de mis amigas me
llamaba para salir. En el patio había una pequeña huerta de ensalada
fresca y zapallos para la sopa caliente, que mi mamá todos los días
preparaba.
El momento había llegado. El camión de la mudanza esperaba en la
calle. Al costado, los muebles desarmados, canastos repletos de cosas; y
yo, empacando uno a uno los recuerdos que durante treinta años
permanecieron guardados en algún sitio del ropero. Viejas muñecas,
compañeras de juegos que alguna vez con mucho amor abracé. Pilas de
cuadernos con algunos insuficientes y notas sobre mi mal
comportamiento. Los discos que coleccionaba mi hermano que mucho
significaron en mi adolescencia; y la ropa, esa que usé durante toda mi
vida y mi mamá jamás se animó a tirar.
Cada cosa que guardaba me hizo revivir felices momentos de mi
niñez.
Solo yo aún permanecía adentro de mi casa.
No podía irme sin despedirme de cada rincón.
Llorando abracé mi almohada de plumas como lo hacía en los
momentos en que me sentía angustiada o cuando, despierta, soñaba
con ser grande y que fue testigo de lo vivido y de lo que me faltó por
vivir.
Acaricié las paredes, apagué la luz y sin mirar atrás me fui.
A veces, cuando regreso al barrio, paso por la puerta de la casa que
aún siento mía y me busco en el aroma de las glicinas, en el olor a tierra
mojada, en el solcito de los amaneceres y las tostadas de la mañana.
Siento que el alma se me escapa en cada suspiro, aunque el tiempo
no se detenga y no tenga sentido, me busco y voy tras las huellas para
que me salpique de ternura y descubro que no me fui nunca.
María Rosa Fraerman “Meryross” (Rosario, Argentina)
http://www.meryross-meryrosa.blogspot.com/
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