Vagabond Multilingual Journal Spring 2014 | Page 40
Estoy muy arrepentido de todo lo que he hecho. Yo las quiero mucho, y no las quiero perder. Voy a
cambiar, te lo prometo.” Esta conversación se había convertido en lo típico; puras promesas vacías.
Sin sentir el tiempo, pasaron 45 minutos, y yo sin decir una palabra. Mi mamá se disculpó para ir
al baño, dejándome a solas con mi papá. “Qué me cuentas, princesa?” me preguntó. “Pues nada;
no hay nada nuevo,” le respondí, no tan animada de seguir la conversación. Me había entrado
un sentimiento melancólico, casi doloroso. “Anda, mi amor, yo sé que tienes muchas cosas que
contarme. Dime, quiero saberlo todo,” insistió, como si yo pudiera decirle las cosas que he vivido y
tenido que soportar todos estos años en tan sólo una plática de quince minutos. “Ya te dije, no hay
nada nuevo. Estoy un poco estresada con mis estudios y lo de mi quinceañera, pero eso no importa,”
le mentí; claro que importaba. Creciendo, no fui una niña consentida, pero desde que me acuerdo,
he tenido la ilusión de mis quince como eso de una gran fiesta, con música, muchos invitados, yo
en un vestido precioso, y mis padres juntos, celebrando conmigo. Por supuesto que me importaba,
pero aunque le dijera la verdad, su respuesta sería la misma; una respuesta que ni él creería. “¿No
es importante? Pero si tú has soñado con esta fiesta desde muy chiquita. Dime, ¿qué tienes? Tú
crees que no te conozco, pero eres igualita a mí. ¿Cómo no te voy a conocer?” No sé que me llevó a
abrirme a él, pero le comencé a explicar, “Honestamente, estoy cansada de seguir esta misma rutina.
Mi mamá ya te lo dijo; nunca cambias, y nosotras ya no podemos hacer esto. No has estado presente
en cada momento de mi vida como lo ha estado mi mamá, pero tuve la esperanza que compartieras
este evento muy especial para mí conmigo, aunque sea sólo esta vez. No es la fiesta, ni los regalos, ni
el vestido que me importan; es el hecho de que mi mamá, mi hermano, y tú estén presente durante
esta etapa de mi vida. Pero así como siguen las cosas, mejor me voy despidiendo de esa idea.” Hubo
un pequeño silencio, y después le apareció una sonrisa, casi espantosa, y me empezó a decir, “¿Y si
yo te dijera que salgo de aquí en una semana, todavía te despidieras de esa idea?” No sé por qué,
pero una felicidad empezó a crecer dentro de mí; era esperanza de que lo que me estaba diciendo era
verdad. “¿Estás seguro?” le pregunté. “Asegúrate de guardarme el vals de padre e hija, mi princesa,
porque ahí estaré, te lo prometo.” Esa fue la última vez que creí en él, y la última vez que lo vi.
Una semana antes de mi quinceañera recibimos una llamada por cobrar, “Si usted desea
aceptar esta llamada de David Yañez, por favor oprima el uno.” Oprimí el uno, y en el otro extremo
se oía mi papá, “¿Bueno? ¿Alo? ¿Bueno? No se oye bien esta chingadera. Princesa, pásame a tu
mamá, mi amor. No tengo mucho tiempo.” Le pasé el teléfono a mi mamá. Hubo silencio por unos
dos minutos, y después, lágrimas empezaron a derramar por las mejillas de mi madre. “Mamá, ¿qué
le pasa? ¿Está bien mi papá?” le pregunté desesperadamente. Ella me pasó el teléfono, y me dijo,
“Habla con tu papi, mija.” Yo no quería; no sé que me iba decir. Me entró miedo, pero coloqué el
teléfono a mi oído, “¿Papá?” Al otro lado se oían sollozos callados, pero sabía que mi papá estaba
llorando. “Mi amor, I’m so sorry, perdóname princesa; perdóname.” Asustada le pregunté, “¿Estás
bien? ¿Estás herido? ¿Qué tienes?” Sin poder contener mis lágrimas, grité, “¡Ya, dime pues!” Aunque
un poco amortiguado por su llanto, entendí cuando me dijo, “Ya no te voy a poder ver, mi niña.
Me deportaron a México, amor.” Sería imposible decir que vi este porvenir, pero sí, esta noticia
no me sorprendió. La última imagen que tengo de mi papá es la de él en su uniforme verde pastel,
sonriendo, y diciéndome, “No te preocupes, princesa, todo va estar bien. Te lo prometo.”
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