ISSN 2659-9139 e-ISSN 2659-9198 | Junio 2020 | 03.VAD
El orden y el encanto que encontramos en las flores escarchadas
de un alféizar, en la perfección hexagonal de un panal,
o en la arquitectura de una rosa, reflejan la preocupación del
hombre por el dibujo, el empeño constante en comprender
una existencia siempre cambiante y altamente compleja mediante
la imposición de un orden. Pero estas cosas no resultan
del diseño. El único orden que poseen es el que nosotros les
damos. Si estas cosas y otras de la naturaleza nos agradan es
porque vemos en ellas economía de medios, simplicidad, elegancia,
y una exactitud esencial.
Comprender es descifrar, solía explicar George Steiner, cuando construía
su pensamiento a partir de la importancia de la lengua, y hablaba de la
inteligencia abstracta; para nosotros el proyecto es un mecanismo de entendimiento
de un orden inherente en la realidad, que no existe como tal,
en ello consiste nuestro lenguaje arquitectónico.
Uno de los rasgos distintivos de la especie humana es nuestra capacidad
de tomar las riendas de nuestra evolución, interviniendo en el entorno,
creando esos conciertos de órdenes parciales que faciliten nuestra adaptación.
Otl Aicher lo explicaba así en El mundo como proyecto:
En el proyecto el ser humano se hace cargo de su propia evolución.
La evolución en el hombre no es evolución natural, sino
autodespliegue. No al margen de las condiciones naturales,
pero sí rebasando la naturaleza. En el proyecto el hombre llega
a ser lo que es.
Así, frente al sentido darwiniano de la evolución biológica, el ser humano
es capaz de alterar el curso natural y azaroso de mutaciones sucesivas actuando
sobre ese medio en la búsqueda de un orden parcial que mejore
nuestro habitar en el planeta, operando proactivamente sobre esa envolvente
de la esfera terrestre. Porque el mundo está incompleto, lo seguimos
creando a tiempo real desde nuestros proyectos.
El otro de los trazos privativos de la humanidad tiene asimismo que ver
con el orden de las cosas y se edifica desde la racionalidad del lenguaje,
cimentado sobre nuestro nervio narrativo: somos la única especie capaz de
establecer vínculos hacia atrás, ya dijimos que eso es la escritura, y hacia
delante, esa es la esencia del verbo proyectar, y ello depende efectivamente
de nuestro entendimiento de la secuencia de los acontecimientos
en el tiempo. Con esmero Claude Monet cuidaba, construía su edén en
Giverny para luego pintarlo, regaba cada mañana el estanque de plantas
acuáticas que el resto del día evocaría sobre los lienzos desde el interior de
su taller al otro lado de la pared, sondeando aquel encuentro azaroso de la
masa de la tierra en un cuenco de agua y el cielo alrededor; en el proyecto
de arquitectura el orden es el reflejo de ese del artista: pintar en un papel
intentos de órdenes parciales, los fragmentos de edén que necesitamos,
para luego construirlos, cultivarlos.
Alguien me refirió alguna vez una lírica y arquitectónica definición que hiciera
del cielo Álvaro Siza (y que continúo sin lograr encontrar entre mis
papeles, será que uno no sabe ordenar su mesa, como hubiera gustado a
Mies): en ella se dibujaba el cielo como un lugar en el que distintas piezas
desordenadas de nuestra existencia —las mismas piezas ya dadas, la misma
masa constante que seguimos ordenando mientras estamos vivos—
lograban al fin el encaje perfecto.
ÁNGEL MARTÍNEZ GARCÍA-POSADA. Órdenes parciales. pp. 12-15
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