VAD. 03 | Junio 2020 | ISSN 2659-9139 e-ISSN 2659-9198
Sigue siendo válido comparar la arquitectura con la arqueología, por el modo
en que partiendo del suelo entienden la noción de orden, hablamos aquí de
un entendimiento doble de este término: la secuencia en el tiempo, y el sentido
del vector entre un plano ideal y una tridimensionalidad real.
Es esta una asociación pareja a aquella otra que puede tenderse entre escritura
y arquitectura: escribir es proyectar la vida que ha sido, proyectar
es escribir la vida que vendrá, tratando de encontrar una mejor estructura
parcial, como si entendiésemos que el mundo está potencialmente incompleto,
descolocado, falto de equilibrio, y que es un lugar imperfecto que
seguir aquilatando con las herramientas que nos son propias.
La arqueología es la inversión del rango vertical de superposiciones impuesto
por la gravedad y los siglos, que se proyecta primero en la bidimensionalidad
virtual de un solar en campaña reticulado con cuerdas, luego
en un tablero en una sala y finalmente sobre el papel de los informes o
los libros; los arquitectos transitamos, más en corriente alterna que los arqueólogos,
de estos papeles en que los proyectos son concebidos a los
volúmenes erigidos ahí afuera.
Además de a la arqueología, sería plausible asimilar nuestra labor a la de
la minería, la semejanza material es igualmente evidente y también lo son
las simetrías: valdría entenderlo como una variación de esa misma jenga,
en la que puede agujerearse la mesa extrayendo de ella otras piezas para
el juego y en la que además, estas pueden emplearse indistintamente para
hacer crecer la superficie por haber introducido agujeros en la base —era
Le Ricolais el que decía, cual minero, que el arte de las estructuras consistía
en saber introducir los agujeros— o para algún otro rédito productivo,
incluso estético.
Octavio Paz poetizó que la naturaleza no conoce la historia pero en sus formas
viven todos los estilos del pasado, el presente y el porvenir, señalando
que esta acierta más en la abstracción que en la figuración. Si atendemos
a la abstracción pretendidamente pura, esa que con la chispa vanguardista
pretendía alcanzar un orden nuevo ajeno a servidumbres miméticas, el
diseño a veces pretende superponer al medio un rango de ordenación autónomo,
no dependiente de precepto natural alguno.
Sea desde la figuración o desde la abstracción, proyectar es una suerte
de ilusión, de engaño a esas leyes de la naturaleza que nosotros mismos
hemos tratado de codificar con el orden del lenguaje y nuestro intelecto
racional: en unos casos este conjuro se ensaya conjugando las propias reglas
de la naturaleza, aunque en otras dosis; en otros, se ambiciona hacerlo
con otros mandamientos, artificiales, inventados, sin aparente inspiración
natural.
Proyectar arquitectura podría entenderse entonces como envidar a la naturaleza
conjugando sus propias leyes en otras proporciones, cuando el
diseño surge de la observación mimética; o bien, como el hallazgo de algún
orden artificial aparentemente ajeno a ella. Si el arte era aquello que
convertía a la vida en más importante que el arte, según Robert Filliou, el
proyecto es aquello que convierte a la naturaleza, desde ella y con la interposición
de la técnica, en mejor naturaleza.
Claudio Magris se preguntaba en El Danubio si es más sugestivo apostar
por la vida antes que por la ley, por la creatividad espontánea antes que por
la simetría de un código, y señalaba que la poesía habita más en los tercetos
dantescos que en la vaguedad carente de formas, para colegir que la
creatividad moral es la capacidad de crear e instaurar libremente una ley.
Victor Papanek escribía en Diseñar para el mundo real esta precisa alusión
a nuestra mediación activa, preludio de nuestra intercesión proyectiva, a
través del lenguaje y la mirada, en definitiva de nuestra inteligencia:
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ÁNGEL MARTÍNEZ GARCÍA-POSADA. Órdenes parciales. pp. 12-15