Mauricio Herrero Jiménez
H
acía calor. La sombra se
pegaba al tronco abandonado de los pinos y
merodeaba con un sigilo de siglos por
los alrededores de la memoria, sin más
exigencia que poder escuchar el silencio
de los muertos, si el sol no reventaba
antes los perfiles del tiempo y abrasaba el espacio de los sueños derramados
sobre la superficie calcinada por el desdén del olvido que ahogaba las miradas,
rompía los contornos del horizonte y
menguaba el vuelo alto de los buitres.
El derrotero de los días guarecidos bajo
las plumas remeras de sus alas se hacía
invisible en el cielo incendiado con el
fuego de agosto.
Hacía calor. Estorbaba la piel, se
tensaban los cabos que liaban los haces
de las voces conservadas en los cuencos
de la memoria, ocultos por las cenizas
que deja el tiempo sobre el silencio oscuro de los días, recuperados del olvido,
mostrados a la luz como cuerpos de barro recién nacidos, ensangrentados con
el polvo pegado a su corteza hecha de
tierra y fuego, amasados con el misterio
que anida en los alfares y reconocen las
manos y la destreza de los alfareros.
Hacía calor. Se soldaba la ropa a
los sentidos y las viseras apenas si podían resguardar la vista del empeño del
sol, abierto sobre la superficie horizontal de la mañana. Definitivamente hacía
calor y en el jugo tórrido del aire se cocían los pájaros en vuelos imposibles.
Hacía calor y todos los metales estaban
encendidos con las llamas prendidas
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IMAGEN DE PINTIA
de mediados de agosto. Hacía calor y
el aullido de los lobos latía en el letargo de las sombras del mediodía, en el
sueño del agua que nunca se detiene en
el cauce del río y muere a veces en viajes a ninguna parte, extraviado antes de
hallar la quimera del mar.
Hacía calor y las catas de la memoria dormida bajo la superficie de un
tiempo de metales se mostraban secas
como los paladares de los muertos, que
yacían en sus lechos armados con los
enredos de cientos de años olvidados
en la letanía de las estaciones silenciadas por años de rutina, custodiadas por
las estelas que se adornan ahora con la
afilada sombra que tejen los cipreses a
la caída de la tarde, cuando suenan los
ecos de las voces que rondan la muralla, las risas de los niños que juegan con
sus bolas de barro en las noches eternas que entretiene el hastío húmedo
de la lluvia y el tintineo de las cuentas
ensartadas en los collares con que ceñían las mujeres sus cuellos desnudos
y enhebraban los hombres los gastados
anhelos de tenerlas.
Hacía calor y en el aire sonaba la
añeja perorata de la guerra que vigilan
las vainas deslucidas de las espadas y
el silencio de los muertos. Un fuego de
siglos desarmaba el sol lo mismo que
desarmó sin tregua las fantasías de la
ciudad dormida y dejó a la intemperie
sus afanes rotos, las horas de fajina en
sus calles sin nombre y sin memoria,
abiertas solo al fundamento de la imaginación que interpreta la apariencia de
las casas que amparan las almas de los
muertos que nunca se olvidan y nunca
mueren.
Hacía calor, pero no aletargaba
el sorprendente suceso de la transformación. Las manos, asfixiadas en medio
de las catas abiertas en el amplio solar de la memoria, acariciaban los días
ocultos en ellas, en el tiempo articulado
con el barro y la luz de los metales, regaban el fuego que incendiaba las horas
del mediodía para echarse en el lecho
caliente de la luz, donde se fundían el
barro milenario y el plástico armado en
los arrabales del Silicon Valley, donde se
atiza la memoria que será mañana milenaria.
En algún lugar desconocido arderá el mar, pero en Pintia el sol no
incendiará los cotos de la memoria, soportada sobre el tesón que persevera
como lo hace la ilusión de la lluvia, que
golpeará al caer sobre el ensueño de la
ciudad reflejada en el espejo del agua el
sueño profundo de los muertos.
Esta mirada la hicimos un día de agosto del pasado 2012 Irene Ruiz Albi y Mauricio Herrero Jiménez, Directora y secretario del Departamento
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