Pero, contrariamente a ellas, nos encontramos con los aportes de nuestros grandes
maestros, ya mencionamos a dos de ellos, Tonucci y Merieu, quien escribe:
“«Enseñar la clase» es articular lo común y lo singular…
En primer lugar, no tengo ni idea de si, a pesar de lo que todos los profesores habrán
observado durante el encierro en un intento de asegurar la «continuidad pedagógica»,
nuestros responsables y prescriptores habrán comprendido que el acto pedagógico no es una
simple yuxtaposición de intervenciones individuales, por muy afinadas que sean, sino una
construcción, tanto material como simbólica, de la escuela en su principio mismo: aprender
juntos gracias a la figura tutelar del profesor que, al mismo tiempo, crea algo común y
acompaña a cada uno en su singularidad. Esta dialéctica entre el colectivo y el individuo, el
descubrimiento de lo que une a los alumnos y lo que especifica a cada uno de ellos, es, de
hecho, lo que «hace una escuela»: «»Poco importa cuál sea mi nombre y cómo me veo, estoy
ahí como estoy, con mis dificultades y mis recursos, en un grupo donde poco a poco
descubrimos, gracias al maestro, que podemos compartir conocimientos y valores, donde lo
que aporto a los demás es tan importante como lo que ellos me aportan, donde aprendemos,
simultáneamente, a decir «yo» y a hacer «nosotros».»
Porque estoy convencido de que los profesores habrán visto, en cierto modo, lo importante
que es «hacer el aula» para «hacer la escuela»: instituir un espacio-tiempo colectivo y
ritualizado en el que la palabra tenga un estatus particular (es una exigencia de precisión,
exactitud y verdad), en el que el todo no pueda reducirse a la suma de sus partes (cada una
es importante, pero el colectivo no es un conjunto de individuos yuxtapuestos), en el que el
bien común no sea la suma de los intereses individuales (es lo que permite superarlos y
permite a cada uno superarse a sí mismo)…
Por eso espero que, en el «después de la escuela», ya no aceptemos la reducción tecnocrática
del aula a ejercicios programados y asistencia individual prescritos mediante protocolos
estandarizados. Por eso me gustaría que estuviéramos más atentos que nunca a las
prescripciones «científicas» que, aunque vestidas con las últimas ropas digitales y
neurocientíficas, reproducen sin embargo el viejo modelo conductista de la enseñanza
individual programada y consideran al profesor, en el mejor de los casos, como un intérprete,
y en el peor, como un obstáculo que el «todo-digital» podría quizás algún día hacer posible
eliminar.
Por eso también me gustaría que exigiéramos, desde el jardín de infancia hasta la enseñanza
superior, la posibilidad de establecer sistemas de enseñanza inspirados en pedagogías
cooperativas e institucionales, que permitan a todos y cada uno «ocupar su lugar» en un
colectivo, es decir, no ocupar todo el espacio en él, pero tampoco ser arrancado
subrepticiamente o abruptamente de él. Por eso me parece esencial reafirmar que la escuela
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