—¿ Nombre?— preguntó el oficial de registro.— Carlos Giménez, señor— respondí con voz grave. El soldado me observó por un instante antes de escribir en su libreta. Había logrado entrar. Pasaron semanas de entrenamiento, marchas bajo el sol abrasador, noches sin descanso en las trincheras. El peso del rifle en mis manos se volvió natural, y el miedo se transformó en determinación. Aprendí a disparar, a moverme rápido y a ocultar mi verdadera identidad. Pero la guerra no esperó mucho. Una noche en los pastizales de Boquerón, mientras dormíamos en el campamento, un estruendo sacudió el suelo.—¡ Nos atacan! Los gritos rompieron la calma, seguidos de explosiones y ráfagas de disparos. Salí corriendo con el rifle en mano. El enemigo avanzaba en la oscuridad, sombras entre el humo y el fuego.—¡ Carlos, cúbrenos!— gritó un compañero. Carlos. Ese era yo ahora. Me tiré al suelo y disparé. No había espacio para la duda ni el miedo. Si me detenía, moriría. La batalla fue feroz. Gritos, pólvora, cuerpos cayendo a mi alrededor. Un soldado enemigo se lanzó sobre mí con su bayoneta. Apenas tuve tiempo de esquivar antes de dispararle a quemarropa. Cayó a mi lado, su rostro congelado en una expresión de sorpresa. Había matado por primera vez. Cuando el sol asomó en el horizonte, los que quedamos en pie estábamos cubiertos de sangre y sudor. Sentí el cuerpo pesado, me di cuenta que caí porque estaba enferma. Un soldado me miró con preocupación.— Giménez, estás enfermo. Ve al hospital de campaña.
Negarme habría sido sospechoso. Apenas podía mantenerme en pie. Me dirigí tambaleante a la tienda médica. La enfermería estaba llena de heridos, algunos gimiendo de dolor, otros inmóviles en sus camillas. Me senté y esperé mi turno, con el corazón latiendo con fuerza. Una joven enfermera se acercó con un vendaje limpio.— Déjame ver cómo te sientes, soldado. Intenté evitarlo, pero no tenía fuerzas. Cuando vio si en realidad estaba enferma, todo se detuvo. Me descubrieron.— Tú … eres una mujer— murmuró la enfermera. Su mirada estaba llena de asombro, pero también de respeto. No era la primera vez que veía a alguien como yo. El médico se acercó rápidamente. Me miró con dureza.—¿ Sabes lo que esto significa, Giménez? No respondí. Las reglas eran claras: las mujeres no peleaban. No importaba que hubiera arriesgado mi vida, que hubiera matado y visto morir.— Lo hice por mi patria— dije finalmente. Hubo un largo silencio.— No puedes volver al frente. Esas son las órdenes.
Yo ya no podía volver hacia la batalla de Nanawa. A los pocos días, fui enviada de regreso. No hubo honores ni despedidas. Para el ejército, Dolores Giménez no existía. Pero cada noche, cuando cerraba los ojos, aún sentía el peso del rifle en mis manos. Aún escuchaba los gritos de mis compañeros llamando a Carlos Giménez. Yo fui un soldado. Yo fui un héroe. Y nadie podrá quitarme eso.
Travesía • revista estudiantil | 9