Relato
Ahí estaba yo parado, mirando a mi alrededor esa inmensidad de antigüedades. Respiraba olor a viejo, a moho, a guardado. Sentía la inmensidad de las historias recorriendo cada centímetro de mi piel. Poco a poco mi mente empezó a enredarse en las canciones de antaño, de Frank Sinatra y Miles Davis, dándole un tono de familiaridad a la situación.
Sigo caminando entre puestos, atendidos por ancianos derruidos por el paso del tiempo. Como los viejos buques de guerra que alguna vez surcaron los océanos llevando tropas que nunca volverían. Unos, con una devoción a sus elementos, pidiendo cantidades exageradas de dinero con el fin de no dejarlos partir en manos de un comprador ignorante, alejado de la historia que reposa entre sus manos.
Una máquina de escribir aguarda en una mesa vieja y enclenque junto a lentes de cámaras rotos o rayados, gramófonos de cobre perfectamente reservados y uno que otro artículo desconocido.
Con cautela me acerco a la máquina y presiono algunas teclas con algo de esfuerzo, el sonido mecánico atrae la mirada del dueño del puesto. Se acerca lentamente por los achacos de la edad y me estrecha la mano fuertemente. En ese momento sentí como me sumergía en una oficina atiborrada de escritorios, un humo espeso de cigarrillo, personas caminando con un frenesí incontrolable y un estruendoso tecleo constante de máquinas de escribir. Al fondo se podía leer:
“Editorial El Tiempo”.
Lo pude reconocer, era el mismo hombre que segundos antes me había estrechado la mano, allá, en el tiempo presente. Me acerqué atónito a su escritorio y con un ademán me miró directamente a los ojos, sonrió y me dijo: “Lo estaba esperando, señor Sanjuan”. Intenté responderle pero un balbuceo salió de mi boca, incomprensible.
Volví al tiempo presenté y ahí estaba él con la misma sonrisa, sintiendo como estrechaba mi mano con firmeza. Se acercó y me susurró al oído:
“Lo estaba esperando, señor Sanjuan”.