Tom Sawyer
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Mark Twain
Y después el pastor oró. Fue una plegaria de las buenas, generosa y detalladora:
pidió por la iglesia y por los hijos de la iglesia; por las demás iglesias del pueblo;
por el propio pueblo; por el condado, por el Estado, por los funcionarios del Estado;
por los Estados Unidos; por las iglesias de los Estados Unidos; por el Congreso; por
el Presidente; por los empleados del Gobierno; por los pobres navegantes, en
tribulación en el proceloso mar; por los millones de oprimidos que gimen bajo el
talón de las monarquías europeas y de los déspotas orientales; por los que tienen
ojos y no ven y oídos y no oyen; por los idólatras en las lejanas islas del mar; y
acabó con una súplica que las palabras que iba a pronunciar fueran recibidas con
agrado y fervor y cayeran como semilla en tierra fértil, dando abundosa cosecha de
bienes. Amén.
Hubo un movimiento general, rumor de faldas, y la congregación, que había
permanecido en pie, se sentó. El muchacho cuyos hechos se relatan en este libro no
saboreó la plegaria: no hizo más que soportarla, si es que llegó a tanto. Mientras
duró, estuvo inquieto; llevó cuenta de los detalles, inconscientemente -pues no
escuchaba, pero se sabía el terreno de antiguo y la senda que de ordinario seguía el
cura por él-, y cuando se injertaba en la oración la menor añadidura, su oído la
descubría y todo su ser se rebelaba con ello. Consideraba las adiciones como
trampas y picardías. Hacia la mitad del rezo se posó una mosca en el respaldo del
banco que estaba sentado delante del suyo, y le torturó el espíritu frotándose con
toda calma las patitas delanteras; abrazándose con ellas la cabeza y cepillándola
con tal vigor que parecía que estaba a punto de arrancarla del cuerpo, dejando ver
el tenue hilito del pescuezo; restregándose las alas con las patas de atrás y
amoldándolas al cuerpo como si fueran los faldones de un chaqué puliéndose y
acicalándose
con
tanta
tranquilidad
como
si
se
diese
cuenta
que
estaba
perfectamente segura.
Y así era en verdad, pues aunque Tom sentía en las manos una irresistible comezón
de atraparla, no se atrevía: creía de todo corazón que sería instantáneamente
aniquilado si hacía tal cosa en plena oración. Pero al llegar la última frase empezó a
ahuecar la mano y a adelantarla con cautela, y en el mismo instante de decirse el
«Amén» la mosca era un prisionero de guerra. La tía le vio y le obligó a soltarla.
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Preparado por Patricio Barros