Tom Sawyer
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Mark Twain
Capítulo 33
El destino del Indio Joe
En pocos minutos cundió la noticia, y una docena de botes estaban en marcha, y
detrás siguió el vapor, repleto de pasajeros. Tom Sawyer iba en el mismo bote que
conducía al Juez. Al abrir la puerta de la cueva un lastimoso espectáculo se presentó
a la vista en la densa penumbra de la entrada. Joe el Indio estaba tendido en el
suelo, muerto, con la cara pegada a la juntura de la puerta, como si sus ojos
anhelantes hubieran estado fijos hasta el último instante en la luz y en la gozosa
libertad del mundo exterior. Tom se sintió conmovido porque sabía por experiencia
propia cómo habría sufrido aquel desventurado. Sentía compasión por él, pero al
propio tiempo una bienhechora sensación de descanso y seguridad, que le hacía
ver, pues hasta entonces no había sabido apreciarlo por completo, la enorme
pesadumbre del miedo que le agobiaba desde que había levantado su voz contra
aquel proscrito sanguinario.
Junto a Joe estaba su cuchillo, con la hoja partida. La gran viga que servía de base
a la puerta había sido cortada poco a poco, astilla por astilla, con infinito trabajo:
trabajo que, además, era inútil, pues la roca formaba un umbral por fuera y sobre
aquel durísimo material la herramienta no había producido efecto; el único daño
había sido para el propio cuchillo. Pero aunque no hubiera habido el obstáculo de la
piedra, el trabajo también hubiera sido inútil, pues aun cortada la viga por completo
Joe no hubiera podido hacer pasar su cuerpo por debajo de la puerta, y él lo sabía
de antemano. Había estado, pues, desgastando con el cuchillo únicamente por
hacer algo; para no sentir pasar el tiempo, para dar empleo a sus facultades
impotentes y enloquecidas. Siempre se encontraban algunos cabos de vela clavados
en los intersticios de la roca que formaba este vestíbulo, dejados allí por los
excursionistas; pero no se veía ninguno. El prisionero los había buscado para
comérselos. También había logrado cazar algunos murciélagos, y los había devorado
sin dejar más que las uñas. El desventurado había muerto de hambre. Allí cerca se
había ido elevando lentamente desde el suelo, durante siglos y siglos, una
estalagmita construida por la gota de agua que caía de una estalactita en lo alto. El
prisionero había roto la estalagmita y sobre el muñón había colocado un canto en el
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Preparado por Patricio Barros