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Los charlatanes de feria, que van desde tenorios seductores hasta señoritas ligeras de manos para desplumar viejos verdes, son otros especímenes que no hacen honor al valor de la palabra. El embuste, la mentira y la defraudación moral se disfrazan con palabras salameras o con elogios interesados para que bajemos la guardia y seamos estafados en nuestra buena fe.
Cuentos del tío, venta de buzones, operaciones inmobiliarias totalmente truchas y testamentos de tíos ricos falsificados o hechos firmar aprovechando deterioros mentales de locura senil, son otras "joyitas" en los pasillos del museo del horror y la mentira.
Sin embargo, la palabra sigue siendo lo único que tenemos para explicar quiénes somos, qué queremos, qué nos falta o qué nos sobra.
La palabra no necesita pilas, ni enchufes, ni cargadores, ni transformadores de corriente ni programas, y el único virus que la amenaza es la propia ignorancia, la falta de ejercicio y la pesimista creencia de que no sirve para nada.
Con la palabra –como con la energía atómica, las drogas o la tecnología de punta– se pueden hacer cosas maravillosas o cosas terribles, pero sin ella no se puede vivir.
No hay que archivar ese instrumento maravilloso. Los perros moviendo la
cola y parándose en dos patas para manifestar su amor, o gruñendo y mostrando los colmillos para mostrar su enojo, son encantadores y se hacen entender con esos ojitos de carnero degollado con los que nos miran pidiendo afecto (y si es comida, mejor), pero nosotros les hablamos y la devolución que nos dan es como si nos entendieran.
Algo debe de valer la palabra para que hasta los "supuestos irracionales" nos comprendan. La palabra es irrenunciable, y no usarla o tenerla
prohibida es una de las peores cosas que nos pueden pasar.