Allí debajo puso los víveres que habían transportado y que consistían en conservas,
carne ahumada, bizcochos y algunas botellas de vino de España. Después lanzó a sus seis
hombres a derecha e izquierda para batir el bosque, con el fin de asegurarse de que no se escondía por allí ningún espía.
Sandokán y Yáñez, después de haber llegado a doscientos metros de las empalizadas
del jardín, volvieron hacia atrás y se tendieron bajo la tienda.
¿Estás satisfecho del plan, Sandokán? -preguntó el portugués.
-Sí, hermano -respondió el Tigre de Malasia.
-No estamos más que a dos kilómetros del jardín, sobre el camino que conduce a
Victoria. Si el lord quiere abandonar la quinta, se verá obligado a pasar a un tiro de fusil de
nosotros. En menos de media hora podemos reunir veinte hombres, resueltos, decididos a
todo, y en una hora podemos tener con nosotros a toda la tripulación del prao. Si se mueve, le
caeremos todos encima.
-Sí, todos -dijo Sandokán-. Yo estoy dispuesto a todo, incluso a arrojar a mis
hombres contra un regimiento entero.
-Entonces comamos algo, hermanito mío –dijo Yáñez, riendo-. Este viajecito matinal
me ha abierto el apetito de un modo extraordinario.
Habían devorado ya la comida y estaban fumando unos cigarrillos y chupeteando una
botella de whisky, cuando vieron entrar precipitadamente a Paranoa.
El bravo malayo tenía el rostro alterado y parecía presa de una viva agitación.
-¿Qué pasa? -preguntó Sandokán, levantándose rápidamente y alargando una mano
hacia el fusil.
-Alguien se acerca, capitán -dijo Paranoa-. He oído el galope de un caballo.
-¿Será algún inglés que se dirige a Victoria?
-No, Tigre de Malasia; debe de venir de Victoria.
-¿Está lejos todavía? -preguntó Yáñez.
-Creo que sí.
-Ven, Sandokán.
Tomaron las carabinas y se lanzaron fuera de la tienda, mientras los hombres de la
escolta se emboscaban en medio de los arbustos, montando precipitadamente los fusiles.
Sandokán se dirigió hacia el sendero y se arrodilló, apoyando una oreja contra el suelo.
La superficie de la tierra transmitía claramente el galope apresurado de un caballo.
-Sí, un jinete se acerca -dijo, levantándose ágilmente.
-Te aconsejo que lo dejes pasar sin molestarlo -dijo Yáñez.
-¿Eso piensas? Lo haremos prisionero, amigo mío. -¿Con qué objeto?
-Puede llevar a la quinta algún mensaje importante.
-Si lo atacamos se defenderá, disparará el mosquete, quizá también la pistola, y las
detonaciones pueden ser oídas por los soldados de la quinta.
-Le haremos caer en nuestras manos sin darle tiempo a que eche mano a las armas.
-Es una cosa un poco difícil, Sandokán.
-Al contrario, es mucho más fácil de lo que crees. -Explícate.
-El caballo viene a galope, y por tanto no podrá evitar un obstáculo. El jinete se verá
arrojado de golpe y nosotros caeremos encima de él, impidiéndole reaccionar.
-¿Y qué obstáculo vas a preparar?
-Paranoa, ve a coger una soga y tráemela rápido. -Comprendo -dijo Yáñez-. ¡Ah!...
¡Qué espléndida idea! ¡Sí, capturémoslo, Sandokán! ¡Por Júpiter, cómo lo utilizaremos!... ¡No
había caído en ello!... -¿Qué nueva idea se te ha ocurrido, Yáñez? -Lo sabrás más tarde. ¡Ah,
ah!... ¡Qué juego más bonito!
Página 123