Se cerró y atornilló el orificio practicado en la plancha del Nautilus, mediante una llave
inglesa de la que se había pro-visto Ned Land. Se cerró igualmente la abertura del bote, y el
canadiense comenzó a desatornillar las tuercas que nos re-tenían aún al barco submarino.
Súbitamente nos llegó un ruido del interior. Se oían gri-tos, voces que se respondían con
vivacidad. ¿ Qué ocurría? ¿Se habían dado cuenta de nuestra fuga? Sentí que Ned Land me
deslizaba un puñal en la mano.
Sí
murmuré , sabremos morir.
El canadiense se había detenido en su trabajo. De repen-te, una palabra, veinte veces
repetida, una palabra terrible, me reveló la causa de la agitación que se propagaba a bordo
del Nautilus. No era de nosotros de lo que se preocupaba la tripulación.
¡El Maelström! ¡El Maelström!
gritaban una y otra vez.
¡El Maelström! ¿Podía resonar en nuestros oídos una pa-labra más espantosa en tan terrible
situación? ¿Nos hallába-mos, pues, en esos peligrosos parajes de la costa noruega? ¿Iba a
precipitarse el Nautilus en ese abismo, en el momento en que nuestro bote iba a
desprenderse de él?
Sabido es que en el momento del flujo las aguas situadas entre las islas Feroë y Lofoden se
precipitan con una irresis-tible violencia, formando un torbellino del que jamás ha po-dido
salir un navío. Olas monstruosas corren desde todos los puntos del horizonte y forman ese
abismo tan justamente denominado «el ombligo del océano», cuyo poder de atrac-ción se
extiende hasta quince kilómetros de distancia. Allí, no solamente los barcos se ven
aspirados, sino también las ballenas y hasta los osos blancos de las regiones boreales.
Allí es donde el Nautilus involuntaria o voluntariamen-te, tal vez había sido llevado por
su capitán. Describía u