Me detuve sin atreverme a creer en mi aislamiento. Deseaba estar extraviado, no
perdido. Extraviado, aún pueden encontrarle a uno.
—Veamos —repetía—; puesto que no existe más que un camino, que es el mismo que
siguen ellos, por fuerza he de encontrarlos. Bastará con seguir retrocediendo. Al menos
que, no viéndome, y olvidando que yo les precedía, se les haya ocurrido la idea de
retroceder... Pero aun en este caso, apresurando el paso, me reuniré con ellos. ¡Es
evidente!
Y repetía las últimas palabras como si no estuviera realmente convencido. Por otra
parte, para asociar estas ideas tan sencillas y darles la forma de un raciocinio, tuve que
emplear mucho tiempo.
Entonces me asaltó una duda. ¿I ba yo por delante de ellos? Ciertamente. Me seguía
Hans, precediendo a mi tío. Hasta recordaba que se había detenido unos instantes, para
asegurarse sobre las espaldas el fardo. Entonces debí proseguir solo el camino,
separándome de ellos.
—Además —pensaba yo—, tengo un medio seguro de no extraviarme, un hilo que me
guíe en este laberinto, y que no puede romperse: este hilo es mi fiel arroyo. Bastará que
remonte su curso para dar con las huellas de mis compañeros.
Este razonamiento me infundió nuevos bríos, y resolví reanudar mi marcha ascendente
sin pérdida de momento.
¡Cómo bendije entonces la previsión de mi tío, impidiendo que el cazador taponase el
orificio practicado en la pared de granito! De esta suerte, aquel bienhechor manantial,
después de satisfacer nuestra sed durante todo el camino, iba a guiarme ahora a través de
las sinuosidades de la corteza terrestre.
Antes de ponerme en marcha, pensé que una ablución me haría provecho.
Me agaché para sumergir mi frente en el agua del Hans-Bach, y, ¡júzguese de mi
estupor! En vez del agua tibia y cristalina, encontraron mis dedos un suelo seco y áspero.
¡El arroyo no corría ya a mis pies!