XXIV
Al día siguiente no nos acordábamos ya de nuestros dolores pasados. Me maravillaba el
hecho de no sentir sed, y no se me alcanzaba la causa de este fenómeno. El arroyo que
corría a mis pies murmurando, se encargó de explicármelo.
Almorzamos, y bebimos de aquella excelente agua ferruginosa. Me sentí regocijado y
decidido a ir muy lejos. ¿Por qué un hombre convencido como mi tío no había de salir
airoso de su empresa, con un guía ingenioso, como Hans, y un sobrino decidido, como
yo? ¡Ved que bellas ideas brotaren de mi cerebro! Si me hubiesen propuesto regresar a la
cima del Sneffels, habría renunciado con indignación.
Pero por fortuna nadie pensaba más que en bajar.
—¡Partamos! —grité despertando con mis entusiastas acentos a los viejos ecos del
globo.
Se reanudó la marcha el jueves, a las ocho de la mañana. La galería de granito,
formando caprichosas sinuosidades, presentaba inesperados recodos simulando la
confusión de un laberinto: pero en definitiva, seguía siempre la dirección Sudeste. Mi tío
no dejaba de consultar con el mayor cuidado su brújula para poderse dar cuenta del
camino recorrido.
La galería se deslizaba casi horizontalmente con un declive de dos pulgadas por toesa, a
lo sumo. El arroyo corría murmurando a nuestros pies sin gran celeridad. Lo comparaba
yo a algún genio familiar que nos guiase a través de la tierra y acariciaba con mi mano la
tibia náyade cuyos cantos acompañaban nuestro