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cual depende evidentemente de la conductibilidad de las rocas. Añadiré, además, que en las proximidades de un volcán apagado, y a través del gneis, se ha observado que la elevación de la temperatura era sólo de 1° por cada 125 pies. Aceptemos, pues, esta última hipótesis, que es la más favorable, y calculemos. —Calcula cuanto quieras, hijo mío. —Nada más fácil —dije, trazando en mi libreta algunas cifras—. Nueve veces 125 pies dan 1.125 pies de profundidad. —Indudable. —Pues bien... —Pues bien, según mis observaciones, nos hallamos e 10.000 pies bajo el nivel del mar. —¿Es posible? —Sí; los guarismos no mienten. Los cálculos del profesor eran exactos; habíamos ya rebasado en 6.000 pies las mayores profundidades alcanzadas por el hombre, tales como las minas de Kitz-Babl, en el Tirol, y las de Wuttemherg, en Bohemia. La temperatura, que hubiera debido ser de 81° en aquel lugar, era apenas de 15, lo cual suministraba motivo para muchas reflexiones.