La galleta y la carne seca fueron regadas con algunos tragos de agua mezclada con
ginebra.
Terminado el almuerzo, sacó mi tío del bolsillo un pequeño cuaderno destinado a las
observaciones: examinó, sucesivamente los diversos instrumentos y anotó los datos
siguientes
LUNES 1.° DE JULIO.
Cronómetro: 8 h. 17 m. de la mañana.
Barómetro: 29 p. 71.
Termómetro: 6°.
Dirección: ESE.
Este último dato se refería a la dirección de la galería oscura y fue suministrado por la
brújula.
—Ahora, Axel —exclamó el profesor entusiasmado—, es cuando vamos a sepultarnos
realmente en las entrañas del globo. Este es, pues, el momento preciso en que empieza
nuestro viaje.
Dicho esto, tomó con una mano el aparato de Ruhmkorff, que llevaba suspendido del
cuello: puso en comunicación, con la otra, la corriente eléctrica del serpentín de la
linterna, y una luz bastante viva disipó las tinieblas de la galería.
Hans llevaba el segundo aparato, que fue puesto también en actividad. Esta ingeniosa
aplicación de la electricidad nos permitiría ir creando, por espacio de mucho tiempo, un
día artificial, aun en medio de los gases más inflamables.
—¡En marcha! —dijo mi tío.
Cada cual cogió su fardo. Hans se encargó de empujar por delante de sí el paquete de
las ropas y las cuerdas, y, uno detrás de otro, yo en último lugar, entramos en la galería.
En el momento de abismarme en aquel tenebroso corredor, levanté la cabeza y vi por
última vez, en el campo del inmenso tubo, aquel cielo de Islandia "que no debía volver a
ver jamás".
La lava de la última erupción de 1229 se había abierto paso a lo largo de aquel túnel,
tapizando su interior con una capa espesa y brillante, en la que se reflejaba la luz eléctrica
centuplicándose su intensidad natural.
Toda la dificultad del camino consistía en no deslizarse con demasiada rapidez por
aquella pendiente de 45° de inclinación sobre poco más o menos. Por fortuna, ciertas
abolladuras y erosiones servían de peldaños, y no teníamos que hacer más que bajar
dejando que descendiesen por su propio peso nuestros fardos y cuidando de retenerlos
con una larga cuerda.
Pero los que bajo nuestros pies servían de peldaños, en las otras paredes se convertían
en estalactitas: la lava, porosa en algunos lugares, presentaba en otros pequeñas ampollas
redondas: cristales de cuarzo opaco, ornados de límpidas gotas de vidrio y suspendidos de
la bóveda a manera de arañas, parecían encenderse a nuestro paso. Se habría dicho que
los genios del abismo iluminaban su palacio para recibir dignamente a sus huéspedes de
la tierra.
—¡Esto es magnífico! —exclamé involuntariamente—. ¡Qué espectáculo, tío! ¿No le
causan a usted admiración esos ricos matices de la lava que varían del rojo oscuro al más
deslumbrante amarillo, por degradaciones insensibles? ¿Y estos cristales que vemos
como globos luminosos?