La habitación destinada a los huéspedes, infecta, sucia y estrecha, me pareció que era la
peor de la rectoría; pero fue necesario contentarse con ella, pues el rector no parecía
practicar la hospitalidad antigua.
Antes de terminar el día vi que teníamos que habérnoslas con un pescador, un herrero,
un cazador, un carpintero... todo menos un ministro del Señor. Verdad es que era día de
trabajo; tal vez se desquitase los domingos. No quiero hablar mal de estos pobres
sacerdotes que, al fin y al cabo, son unos infelices; reciben del Gobierno danés una
asignación ridícula y perciben la cuarta parte de los diezmos de sus parroquias, lo que en
total ni llega a sumar sesenta marcos. Necesitan, por consiguiente, trabajar para vivir;
pero pescando, cazando y herrando caballos, se acaba por adquirir las maneras, los
hábitos y el tono de los pescadores, cazadores y otras gentes no menos rudas; y por eso
aquella misma noche advertí que entre las virtudes del párroco no se hallaba la de la
templanza.
Mi tío no tardó en darse cuenta de la clase de hombre con quien tenía que habérselas;
en vez de un digno y honrado sabio, halló un grosero y descortés campesino, y resolvió
emprender lo más pronto posible su gran expedición, y abandonar cuanto antes a aquel
cura tan poco hospitalario. Sin fijarse siquiera en su propio cansancio, decidió ir a pasar
algunos días en la montaña.
Desde el día siguiente al de nuestra llegada a Stapi, comenzaron los preparativos de
marcha. Contrató Hans tres islandeses que debían reemplazar a los caballos en el
transporte de nuestra impedimenta: pero, una vez llegados al fondo del cráter, estos
indígenas debían desandar el camino y dejarnos a los tres solos. Este punto quedó
perfectamente aclarado.
Entonces tuvo mi tío que decir al cazador que tenía la intención de reconocer el cráter
del volcán hasta sus últimos límites.
Hans se contentó con inclinar la cabeza en señal de asentimiento. El ir a un sitio o a
otro, el recorrer la superficie de su isla o descender a sus entrañas, érale indiferente del
todo. En cuanto a mí, distraído hasta entonces por los incidentes del viaje, me había
olvidado algo del porvenir; pero ahora sentí que la zozobra se apoderaba de mí
nuevamente. ¿Qué hacer? En Hamburgo hubiera sido ocasión de oponerme a los
designios del profesor Lidenbrock; pero al pie del Sneffels, no había posibilidad.
Una idea, sobre todo, me preocupaba más que todas las otras; una idea espantosa, capaz
de crispar otros nervios mucho menos sensibles que los míos.
"Veamos" me decía a mí mismo: "nos vamos a encaramar en la cumbre del Sneffels.
Está bien. Vamos a visitar su cráter. Soberbio: otros lo han hecho y aún viven. Mas no
para aquí la cosa: si se presenta un camino para descender a las entrañas de la tierra, si
ese malhadado Saknussemm ha dicho la verdad, nos vamos a perder en medio de las
galerías subterráneas del volcán, Ahora bien, ¿quién es capaz de afirmar que el Sneffels
está apagado del todo? ¿Hay algo que demuestre que no se está preparando otra
erupción? Del hecho de que duerma el monstruo desde 1229, ¿hemos de deducir que no
pueda despertarse? Y si se despertase, ¿qué sería de nosotros?"
Valía la pena de pensar en todo esto, y mi imaginación no cesaba de dar vueltas a estas
ideas. No podía dormir sin soñar con erupciones, y me parecía tan brutal como triste el
tener qu e representar el papel insignificante de cacería.
Incapaz de callar por más tiempo, decidí finalmente someter el caso a mi tío con la
mayor prudencia posible, y en forma de hipótesis perfectamente irrealizable.