Esto no obstante, se entendieron fácilmente. Ni uno ni otro repararon en el precio: el
uno, dispuesto a aceptar lo que le ofreciesen, y el otro, decidido a dar lo que le pidieran.
Jamás se cerró trato alguno con tanta facilidad.
En virtud de lo acordado, se comprometió Hans a conducirnos a la aldea de Stapi,
situada en la costa meridional de la península de Sneffels, al pie del mismo volcán. Era
preciso recorrer unas 22 millas por tierra, en lo cual emplearíamos dos días, según
opinión de mi tío.
Pero, cuando se enteró de que se trataba de millas dinamarquesas, de 24.000 pies, tuvo
que rehacer sus cálculos y contar con que emplearíamos siete a ocho días en hacer aquel
recorrido, dado el pésimo estado de las vías de comunicación.
Hans, que, según su costumbre, iría a pie, debía facilitar cuatro caballos: uno para mi
tío, otro para mí y dos para el transporte de nuestra impedimenta. Perfecto conocedor de
aquella parte de la costa, prometió conducirnos por el camino más corto.
Su compromiso con mi tío no expiraba a nuestra llegada a Stapi; sino que permanecería
a su servicio todo el tiempo que exigiesen nuestras excursiones científicas, mediante una
retribución de tres rixdales semanales. Pero se estipuló expresamente que esta suma sería
abonada a Hans los sábados por la noche, condición sine qua non de su compromiso.
Se fijó la partida para el día 16 de junio. Quiso mi tío entregar al cazador las arras del
contrato; pero éste las rechazó con una sola palabra.
—Efter —dijo secamente.
Después la tradujo el profesor en voz alta, para que me enterase.
Una vez cerrado el trato, se retiró nuestro guía, sin mover más que las piernas, cual si
fuese de una sola pieza.
—He aquí un hombre famoso —exclamó— mi tío al verle ir—; pero lo que menos
sospecha es el maravilloso papel que el porvenir le reserva.
—¿Nos acompañará hasta...?
—Sí, hasta el centro de la tierra.
Aún tenían que transcurrir cuarenta y ocho horas, que, con harto sentimiento mío, me vi
precisado a invertir en los preparativos de marcha. Pusimos nuestros cinco sentidos y
potencias en disponer cada objeto del modo más ventajoso: los instrumentos a un lado,
las armas al otro, las herramientas en este paquete, los víveres en aquel otro, agrupándolo
todo en cuatro divisiones principales.
Los instrumentos eran:
l.°. Un termómetro centígrado de Eigel, graduado hasta 150°, lo cual me pareció
demasiado e insuficiente. Demasiado, si el calor del ambiente había de alcanzar esta
temperatura, pues en semejante caso pereceríamos asados. Insuficiente, si se trataba de
medir la temperatura de los manantiales o de cualquier otra materia en fusión.
2.°. Un manómetro de aire comprimido, dispuesto de manera que marcase las presiones
superiores a las de la atmósfera al nivel del mar, toda vez que, debiendo aumentar la
presión atmosférica a medida que descendiésemos bajo la superficie de la tierra, el
barómetro ordinario no sería suficiente.
3.°. Un cronómetro de Boissonnas el menor, de Ginebra, perfectamente arreglado al
meridiana de Hamburgo.
4.°. Los brújulas de inclinación y de declinación.
5.°. Un anteojo para observaciones nocturnas.