—¡Es ingeniosa la hipótesis! —hube de exclamar sin querer.
—Hunfredo Davy me la demostró palpablemente aquí mismo mediante un experimento
sencillo. Fabricó una esfera metálica, en cuya composición entraban principalmente los
metales mencionados poco ha, y que tenía exactamente la forma de nuestro globo.
Cuando se hacía caer sobre su superficie un finísimo rocío, se hinchaba aquélla, se
oxidaba y formaba una pequeña montaña, en cuya cumbre se abría momentos después mi
cráter. Sobrevenía una erupción y era tan grande el calor que ésta comunicaba a la esfera,
que se hacía imposible el sostenerla en la mano.
Si he de ser del todo franco, empezaban a convencerme los argumentos del profesor,
cuya pasión y entusiasmo habituales les comunicaba mayor fuerza y valor.
—Ya ves. Axel —añadió—, que el estado del núcleo central ha suscitado muy diversas
hipótesis entre los mismos geólogos: no hay nada que demuestre la existencia de ese
calor interior; a mi entender, no existe ni puede existir; pero ya lo comprobaremos
nosotros. y, a semejanza de Arne Saknussemm, sabremos a qué atenernos sobre tan
discutida cuestión.
—Sí, sí: ya lo veremos —le contesté, dejándome arrastrar por su entusiasmo—; lo
veremos, dado caso que se vea en aquellos apartados lugares.
—¿Y por qué no? ¿No podremos contar para alumbrarnos con los fenómenos
eléctricos, y aun con la misma atmósfera, cuya propia presión puede hacerla luminosa en
las proximidades del centro de la tierra?
—En efecto —respondí—, es muy posible.
—No posible, sino cierto —replicó triunfalmente mi tío—; pero silencio, ¿me
entiendes? Guarda el más impenetrable sigilo acerca de todo esto, para que a nadie se le
ocurra la idea de descubrir, antes que nosotros, el centro de nuestro planeta.