inventado otros géneros de encantamentos, y otros modos de llevar a los
encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo?
-No sé yo lo que me parece –respondió Sancho-, por no ser tan leído como vuestra
merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría afirmar y jurar que
estas visiones que por aquí andan, que no son del todo católicas.
-¿Católicas? ¡Mi padre! -respondió don Quijote-. ¿Cómo han de ser católicas, si son
todos demonios, que han tomado cuerpos fantásticos para venir a hacer esto y a
ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad, tócalos y pálpalos, y verás
como no tienen cuerpo sino de aire, y cómo no consiste más de en la apariencia.
-Par Dios, señor -replicó Sancho-, ya yo los he tocado; y este diablo que aquí anda
tan solícito es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy diferente de la que yo
he oído decir que tienen los demonios; porque, según se dice, todos huelen a
piedra azufre y a otros malos olores; pero éste huele a ámbar de media legua.
Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan señor, debía de oler a lo que
Sancho decía.
-No te maravilles deso, Sancho amigo -respondió don Quijote-; porque te hago
saber que los diablos saben mucho, y puesto que traigan olores consigo, ellos no
huelen nada, porque son espíritus, y si huelen, no pueden oler cosas buenas, sino
malas y hediondas. Y la razón es que como ellos, dondequiera que están, traen el
infierno consigo, y no pueden recebir género de alivio alguno en sus tormentos, y el
buen olor sea cosa que deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa
buena; y si a ti te parece que ese demonio que dices huele a ámbar, o tú te
engañas, o él quiere engañarte con hacer que no le tengas por demonio.
Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y temiendo don Fernando y
Cardenio que Sancho no viniese a caer del todo en la cuenta de su invención, a
quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar con la partida; y
llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase a Rocinante y enalbardase el
jumenta de Sancho; el cual lo hizo con mucha presteza.
Ya, en esto, el cura se había concertado con los cuadrilleros que le acompañasen
hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del arzón de la silla de
Rocinante, del un cabo la adarga y del otro la bacía, y por señas mandó a Sancho
que subiese en su asno y tomase de las riendas a Rocinante, y puso a los dos lados
del carro a los dos cuadrilleros con sus escopetas. Pero antes que se moviese el
carro, salió la ventera, su hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo
que lloraban de dolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo:
-No lloréis, mis buenas señoras; que todas estas desdichas son anexas a los que
profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me
tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de poco nombre y
fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se
acuerde dellos. A los valerosos si; que tienen envidiosos de su virtud y valentía a
muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que procuran por malas vías destruir
a los buenos. Pero, con todo eso, la virtud es tan poderosa, que por si sola, a pesar
de toda la nigromancia que supo su primer inventor Zoroastes, saldrá vencedora de
todo trance, y dará de sí luz en el mundo como la da el sol en el cielo. Perdonadme,
fermosas damas, si algún desaguisado, por descuido mío, os he fecho, que de
voluntad y a sabiendas jamás le di a nadie, y rogad a Dios me saque destas
prisiones, donde algún mal intencionado encantador me ha puesto; que si de ellas