ininterrumpidamente, pero con el mismo solemne y mesurado paso que desde el principio
lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la
verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí a la violeta antes de que nadie se
hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la rabia y
la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis
aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en
mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía
alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de
golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía
resplandeciente sobre la negra alfombra y el príncipe Próspero se desplomaba muerto.
Reuniendo el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al
aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e
inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir
que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían
ninguna forma tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón
en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de
sangre, y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del re