suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había
resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido
ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las
paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el
cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la
mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo
no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las
astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo
cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté
la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco.
Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano —ni siquiera el
suyo— hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna
mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había
recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan
oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora,
golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer
ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía.
Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la
posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían
comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿que tenía que teme