ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su
semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente.
Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que
haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante.
Pensando intensamente en todo eso, quédeme tal vez una hora, a medias sentado, a medias
reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su
efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro
residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al
comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo
respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la
causa de mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas
y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y
extrañas palabras que siguen:
«Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora
en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una
prometida en el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como
alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo