bruscamente aferrando sus instrumentos y, trepándose a la mesa, atacaron de común
acuerdo el Yankee Doodle, que ejecutaron, si no afinadamente, por lo menos con energías
sobrehumanas durante todo el transcurso del tumulto.
Entretanto, el caballero a quien con tanta dificultad habían impedido que saltara sobre
la mesa se apresuró a hacerlo y, tras de plantarse entre las botellas y vasos, comenzó una
arenga que no dudo hubiera sido de primer orden de haber podido escucharla. En el mismo
instante, el hombre cuyas predilecciones iban hacia las perinolas comenzó a girar por la
estancia con inmensa energía, abiertos los brazos en ángulo recto con el cuerpo, con lo cual
se parecía realmente a una peonza, y derribando a todo aquel que se le ponía en el camino.
Entonces, al escuchar un increíble ruido de botella descorchada y de vino espumante
saliendo de ella, terminé por descubrir que procedía de la persona que había imitado a una
botella de champaña en el curso de la cena. Por su parte, el hombre-rana croaba como si la
salvación de su alma dependiera de cada sonido que profería. Y en mitad de todo esto
alzábase el continuo rebuznar de un asno. En cuanto a mi buena amiga Madame Joyeuse,
me daba verdadera lástima contemplar el estado de perplejidad en que se encontraba. Todo
lo que hacía era quedarse en un rincón, al lado de la chimenea, repitiendo continuamente y
con todas sus fuerzas: «¡Cocoricó-o-o-o-o!»
Y entonces se produjo la crisis, la catástrofe del drama. Como, aparte de los hurras, los
alaridos y los cocoricós, quienes me rodeaban no ofrecían la menor resistencia a los de
fuera, las diez ventanas no tardaron en ser forzadas casi simultáneamente. Y jamás olvidaré
el asombro y el horror con que vi saltar por ellas y lanzarse entre nosotros, golpeando,
pateando, arañando y aullando, un ejército que creí de chimpancés, orangutanes o enormes
babuinos negros del cabo de Buena Esperanza.
Recibí una terrible paliza, tras de la cual rodé bajo un sofá y me quedé inmóvil. Luego
de un cuarto de hora, tiempo en el cual escuché con todos mis sentidos lo que seguía
ocurriendo en la habitación, llegué a una explicación satisfactoria del desenlace de aquella
tragedia. Por lo visto, al hablarme del loco que había incitado a sus compañeros a la
rebelión, Monsieur Maillard no había hecho otra cosa que relatarme sus propias hazañas.
Este caballero había sido el director del establecimiento dos o tres años atrás, pero acabó
por enloquecer a su turno y pasó a la categoría de paciente. El compañero de viaje que me
había presentado ignoraba semejante cosa. En cuanto a los guardianes, dominados por los
locos, habían sido primeramente untados de alquitrán, luego emplumados y finalmente
metidos en las celdas subterráneas. Llevaban allí un mes, en el curso del cual Monsieur
Maillard no solamente les había prodigado generosamente el alquitrán y las plumas (que
constituían su «sistema»), sino que los había tenido a pan y agua. Esta última en forma de
ducha diaria... Pero, al fin, tras de escapar por una cloaca, uno de los prisioneros logró
poner en libertad a los demás.
El «sistema de la dulzura» —con importantes modificaciones— se ha reanudado en el
château; sin embargo, no puedo dejar de reconocer con Monsieur Maillard que su propio
«tratamiento» era verdaderamente radical. Como muy bien lo había expresado, era «muy
sencillo... pulcro... nada complicado...».
Sólo me resta añadir que, aunque he revisado todas las bibliotecas de Europa en busca
de las obras del doctor Tarr y del profesor Fether, he fracasado hasta ahora en mi empeño
por procurarme un ejemplar de las mismas.