Test Drive | Page 470

hallaba reunida una numerosa asistencia, veinticinco o treinta personas en total. Todas ellas parecían de alto rango e indudablemente de gran cultura aunque no pude menos de pensar que sus vestimentas eran extravagantemente suntuosas, al punto de recordar los ostentosos despliegues de las cortes de antaño. Reparé en que dos tercios de los huéspedes eran señoras y que algunas no estaban vestidas como una parisiense hubiera juzgado de buen gusto en la actualidad. Muchas de ellas, por ejemplo, cuya edad no debía bajar de los setenta, se cubrían con profusión de joyas tales como anillos, brazaletes y aros, dejando el seno y los brazos desvergonzadamente descubiertos. Noté que muy pocos vestidos estaban bien cortados o, por lo menos, que muy pocos sentaban bien a sus portadoras. Mirando en torno descubrí a la interesante joven que Monsieur Maillard me había presentado en el pequeño recibimiento; pero grande fue mi sorpresa al ver que se había puesto un vestido con miriñaque, zapatos de tacón alto y un sucio gorro de encaje de Bruselas, tan grande que su rostro parecía ridículamente pequeño. La primera vez que la había visto llevaba luto riguroso, de la manera más recatada. En resumen, toda aquella asamblea vestía de una manera tan rara, que llegué a pensar por un instante en el «sistema de la dulzura», y me pregunté si Monsieur Maillard no querría engañarme hasta después de la cena, a fin de evitarme toda sensación desagradable mientras comía, por el hecho de encontrarme entre locos. Pero recordé haber oído en París que los provincianos del Sud eran gentes excéntricas, llenas de nociones ant icuadas, y me bastó conversar con varios de los asistentes para que mis aprensiones se disiparan instantáneamente y por completo. El comedor, aunque de buenas dimensiones y suficientemente cómodo, no parecía tampoco muy elegante. El suelo, por ejemplo, no estaba alfombrado, aunque reconozco que en Francia suele prescindirse de las alfombras. Faltaban cortinas en las ventanas; las persianas, ya cerradas, aparecían aseguradas con barras de hierro colocadas diagonalmente, a la manera de los cierres de las tiendas. Noté que aquella estancia constituía una de las alas del château, por lo cual tenía ventanas en tres lados del paralelogramo, hallándose la puerta en el cuarto. Había por lo menos diez ventanas. La mesa estaba espléndidamente servida. La vajilla era abundantísima y aparecía repleta de toda clase de exquisitos bocados. La profusión era absolutamente bárbara. Había allí golosinas suficientes para satisfacer a los Anakim. Jamás en mi vida había presenciado un derroche tan generoso, tan desorbitado de todas las buenas cosas de la vida. Muy poco gusto imperaba, sin embargo, en su presentación, y mis ojos, habituados a las luces discretas, se sintieron ofendidos por el prodigioso resplandor de multitud de bujías colocadas sobre la mesa en candelabros de plata, así como en todos los lugares del aposento donde era posible fijarlas. Varios domésticos se ocupaban de servir, y en una gran mesa situada en la parte más lejana del comedor habíanse instalado siete u ocho personas provistas de violines, pífanos, trombones y un tambor. Durante la comida, estos individuos me fastidiaron muchísimo con una infinita variedad de ruidos que parecían considerar como música y que, por lo visto, entretenían muchísimo a los presentes. En conjunto, pues, no pude dejar de pensar que había mucho de raro en cada cosa que allí se me ofrecía... Pero el mundo está formado por toda clase de gentes con toda clase de costumbres convencionales. Demasiado había viajado para no ser un perfecto adepto del nil admirari; por lo cual me senté con toda compostura a la diestra de mi huésped y, como estaba dotado de un sólido apetito, hice los honores a las excelentes viandas que me presentaron. La conversación, entretanto, era muy animada. Como de costumbre, las damas hablaban mucho. Pronto noté que casi todos los presentes eran personas muy bien