hallaba reunida una numerosa asistencia, veinticinco o treinta personas en total. Todas ellas
parecían de alto rango e indudablemente de gran cultura aunque no pude menos de pensar
que sus vestimentas eran extravagantemente suntuosas, al punto de recordar los ostentosos
despliegues de las cortes de antaño. Reparé en que dos tercios de los huéspedes eran
señoras y que algunas no estaban vestidas como una parisiense hubiera juzgado de buen
gusto en la actualidad. Muchas de ellas, por ejemplo, cuya edad no debía bajar de los
setenta, se cubrían con profusión de joyas tales como anillos, brazaletes y aros, dejando el
seno y los brazos desvergonzadamente descubiertos. Noté que muy pocos vestidos estaban
bien cortados o, por lo menos, que muy pocos sentaban bien a sus portadoras. Mirando en
torno descubrí a la interesante joven que Monsieur Maillard me había presentado en el
pequeño recibimiento; pero grande fue mi sorpresa al ver que se había puesto un vestido
con miriñaque, zapatos de tacón alto y un sucio gorro de encaje de Bruselas, tan grande que
su rostro parecía ridículamente pequeño. La primera vez que la había visto llevaba luto
riguroso, de la manera más recatada. En resumen, toda aquella asamblea vestía de una
manera tan rara, que llegué a pensar por un instante en el «sistema de la dulzura», y me
pregunté si Monsieur Maillard no querría engañarme hasta después de la cena, a fin de
evitarme toda sensación desagradable mientras comía, por el hecho de encontrarme entre
locos. Pero recordé haber oído en París que los provincianos del Sud eran gentes
excéntricas, llenas de nociones ant icuadas, y me bastó conversar con varios de los
asistentes para que mis aprensiones se disiparan instantáneamente y por completo.
El comedor, aunque de buenas dimensiones y suficientemente cómodo, no parecía
tampoco muy elegante. El suelo, por ejemplo, no estaba alfombrado, aunque reconozco que
en Francia suele prescindirse de las alfombras. Faltaban cortinas en las ventanas; las
persianas, ya cerradas, aparecían aseguradas con barras de hierro colocadas diagonalmente,
a la manera de los cierres de las tiendas. Noté que aquella estancia constituía una de las alas
del château, por lo cual tenía ventanas en tres lados del paralelogramo, hallándose la puerta
en el cuarto. Había por lo menos diez ventanas.
La mesa estaba espléndidamente servida. La vajilla era abundantísima y aparecía
repleta de toda clase de exquisitos bocados. La profusión era absolutamente bárbara. Había
allí golosinas suficientes para satisfacer a los Anakim. Jamás en mi vida había presenciado
un derroche tan generoso, tan desorbitado de todas las buenas cosas de la vida. Muy poco
gusto imperaba, sin embargo, en su presentación, y mis ojos, habituados a las luces
discretas, se sintieron ofendidos por el prodigioso resplandor de multitud de bujías
colocadas sobre la mesa en candelabros de plata, así como en todos los lugares del aposento
donde era posible fijarlas. Varios domésticos se ocupaban de servir, y en una gran mesa
situada en la parte más lejana del comedor habíanse instalado siete u ocho personas
provistas de violines, pífanos, trombones y un tambor. Durante la comida, estos individuos
me fastidiaron muchísimo con una infinita variedad de ruidos que parecían considerar como
música y que, por lo visto, entretenían muchísimo a los presentes.
En conjunto, pues, no pude dejar de pensar que había mucho de raro en cada cosa que
allí se me ofrecía... Pero el mundo está formado por toda clase de gentes con toda clase de
costumbres convencionales. Demasiado había viajado para no ser un perfecto adepto del nil
admirari; por lo cual me senté con toda compostura a la diestra de mi huésped y, como
estaba dotado de un sólido apetito, hice los honores a las excelentes viandas que me
presentaron.
La conversación, entretanto, era muy animada. Como de costumbre, las damas
hablaban mucho. Pronto noté que casi todos los presentes eran personas muy bien