favorita del «viejo Charley» era el Chateau Margaux, y a Mr. Shuttleworthy parecía
agradarle ver cómo su amigo se tomaba botella tras botella. Tanto es así que un día, cuando
el vino había despertado el ingenio de ambos, aquél dijo a su compañero, dándole una
palmada en la espalda:
—Te diré una cosa «viejo Charley», y es que eres el mejor compañero que haya
encontrado desde que nací. Y, puesto que te gusta tanto beber de ese vino, que me cuelguen
si no voy a regalarte un gran cajón de Chateau Margaux. ¡Que me cuelguen —repitió Mr.
Shuttleworthy, que tenía la mala costumbre de decir juramentos, aunque no pasaba de
algunos bastante inofensivos— si esta misma tarde no mando pedir a la ciudad un doble
cajón del mejor vino que tengan y te lo regalo! ¡Vaya si lo haré! No digas ni una palabra: te
repito que lo haré y se acabó. De modo que ponte al acecho...; ya te llegará uno de estos
días, justamente cuando menos lo esperes.
Menciono este ejemplo de generosidad por parte de Mr. Shuttleworthy a fin de mostrar
a ustedes lo muy íntimos que eran aquellos dos amigos.
Pues bien, el domingo de mañana, cuando no quedó duda alguna de que a Mr.
Shuttleworthy le había sucedido algo grave, jamás vi a nadie tan preocupado como «el
viejo Charley Goodfellow». Cuando oyó por primera vez que el caballo había vuelto a casa
sin su amo, sin los sacos de la montura y cubierto de sangre de resultas de un pistoletazo
que había atravesado el pecho del pobre animal sin llegar a matarlo; cuando oyó todo eso,
se puso tan pálido como si el desaparecido hubiese sido su padre o su hermano, mientras
temblaba convulsivamente como si lo hubiese atacado una fiebre palúdica.
Al principio pare ció demasiado abatido por el dolor como para tomar ninguna iniciativa
o decidir algún plan de acción; durante largo rato se esforzó por disuadir a los restantes
amigos de Mr. Shuttleworthy de que tomaran medidas, pensando que era preferible esperar
—una semana o dos, y aun un mes o dos— hasta ver si no se producía alguna novedad o si
el mismo desaparecido no se presentaba explicando sus razones por haber abandonado en
esa forma a su caballo. Pienso que ustedes habrán observado frecuentemente esta tendencia
a contemporizar o a diferir en gentes que se hallan bajo la acción de un dolor muy intenso.
Sus facultades mentales parecen entorpecidas, y experimentan una especie de horror hacia
toda acción; nada les parece preferible a quedarse inmóviles en su cama y «acunar su
propia pena», como les gusta decir a las señoras de edad; en otras palabras, rumiar sus
dificultades.
Las gentes de Rattleborough tenían en tan alta estima la sensatez y la discreción del
«viejo Charley», que la mayor parte se manifestó dispuesta a seguir sus consejos y no
efectuar investigaciones «hasta que hubiera alguna novedad», según lo expresaba el
honesto caballero. Y estoy convencido de que esta decisión hubiera sido unánime de no
mediar la muy sospechosa interferencia del sobrino de Mr. Shuttleworthy, joven de hábitos
sumamente disipados y de pésima reputación. Este sobrino, llamado Pennifeather, no quiso
atender razones ni «quedarse tranquilo», sino que insistió en salir inmediatamente en busca
«del cadáver del asesinado». Tal fue la expresión que empleó, y Mr. Goodfellow no dejó de
hacer notar en esa ocasión que «era una frase extraña, por no decir más». Semejante
observación en boca del «viejo Charley» provocó gran efecto en la multitud, y oyóse a uno
del grupo preguntar de manera muy vehemente «cómo era posible que el joven
Pennifeather estuviera tan bien enterado de las circunstancias relativas a la desaparición de
su acaudalado tío como para sentirse autorizado a afirmar, clara e inequívocamente, que su
tío había sido asesinado». Siguieron a esto picantes réplicas y controversias entre varios de
los presentes, y especialmente entre el «viejo Charley» y Mr. Pennifeather, lo que no