Al escuchar las preguntas de Dupin sentí que un estremecimiento recorría mi cuerpo.
—Un maníaco es el autor del crimen —dije—. Un loco furioso escapado de alguna
maison de santé de la vecindad.
—En cierto sentido —dijo Dupin—, su idea no es inaplicable. Pero, aun en sus más
salvajes paroxismos, las voces de los locos jamás coinciden con esa extraña voz escuchada
en lo alto. Los locos pertenecen a alguna nación, y, por más incoherentes que sean sus
palabras, tienen, sin embargo, la coherencia del silabeo. Además, el cabello de un loco no
es como el que ahora tengo en la mano. Arranqué este pequeño mechón de entre los dedos
rígidamente apretados de madame L’Espanaye. ¿Puede decirme qué piensa de ellos?
—¡Dupin... este cabello es absolutamente extraordinario...! ¡No es cabello humano!
—grité, trastornado por completo.
—No he dicho que lo fuera —repuso mi amigo—. Pero antes de que resolvamos este
punto, le ruego que mire el bosquejo que he trazado en este papel. Es un facsímil de lo que
en una parte de las declaraciones de los testigos se describió como «contusiones negruzcas,
y profundas huellas de uñas» en la garganta de mademoiselle L’Espanaye, y en otra
(declaración de los señores Dumas y Etienne) como «una serie de manchas lívidas que,
evidentemente, resultaban de la presión de unos dedos».
«Notará usted —continuó mi amigo, mientras desplegaba el papel— que este diseño
indica una presión firme y fija. No hay señal alguna de deslizamiento. Cada dedo mantuvo
(probablemente hasta la muerte de la víctima) su terrible presión en el sitio donde se hundió
primero. Le ruego ahora que trate de colocar todos sus dedos a la vez en las respectivas
impresiones, tal como aparecen en el dibujo.
Lo intenté sin el menor resultado.
—Quizá no estemos procediendo debidamente —dijo Dupin—. El papel es una
superficie plana, mientras que la garganta humana es cilíndrica. He aquí un rodillo de
madera, cuya circunferencia es aproximadamente la de una garganta. Envuélvala con el
dibujo y repita el experimento.
Así lo hice, pero las dificultades eran aún mayores.
—Esta marca —dije— no es la de una mano humana.
—Lea ahora —replicó Dupin— este pasaje de Cuvier.
Era una minuciosa descripción anatómica y descriptiva del gran orangután leonado de
las islas de la India oriental. La gigantesca estatura, la prodigiosa fuerza y agilidad, la
terrible ferocidad y las tendencias imitativas de estos mamíferos son bien conocidas.
Instantáneamente comprendí todo el horror del asesinato.
—La descripción de los dedos —dije al terminar la lectura—concuerda exactamente
con este dibujo. Sólo un orangután, entre todos los animales existentes, es capaz de
producir las marcas que aparecen en su diseño. Y el mechón de pelo coincide en un todo
con el pelaje de la bestia descrita por Cuvier. De todas maneras, no alcanzo a comprender
los detalles de este aterrador misterio. Además, se escucharon dos voces que disputaban y
una de ellas era, sin duda, la de un francés.
—Cierto, Y recordará usted que, casi unánimemente, los testigos declararon haber oído
decir a esa voz las palabras: Mon Dieu! Dadas las circunstancias, uno de los testigos
(Montani, el confitero) acertó al sostener que la exclamación tenía un tono de reproche o
reconvención. Sobre esas dos palabras, pues, he apoyado todas mis esperanzas de una
solución total del enigma. Un francés estuvo al tanto del asesinato. Es posible —e incluso
muy probable— que fuera inocente de toda participación en el sangriento episodio. El
orangután pudo habérsele escapado. Quizá siguió sus huellas hasta la habitación; pero,