más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía
la oscuridad. De pronto, la habitación se llenó de luces y aquel fragor se cambió en
frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto. La
penosa opresión que me agobiaba disminuyó mucho y, emanando de la llama de cada
lámpara—pues había varias—, fluyó hasta mis oídos un canto continuo de melodiosa
monotonía. Y cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde yacía yo tendido, te
sentaste gentilmente a mi lado, perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi
frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente
físicas que las circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que
en parte aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir
no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más parecía una sombra que una realidad;
pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego en un placer puramente
sensual como antes.
Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto
sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo
una delicia física en cuanto el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo
movimiento había cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no
latía ninguna arteria. Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay
palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia meramente humana.
Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la encarnación moral de la idea
humana abstracta del Tiempo. La absoluta coordinación de este movimiento o de alguno
equivalente había regulado los cielos de los globos celestes. Por él medía ahora las
irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus
latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas
desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones
de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de los relojes
en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba, sin
embargo, retener el tono y los errores momentáneos de cada uno. Y este penetrante,
perfecto sentimiento de duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como
el hombre no podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de
eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el primer
evidente y seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal.
Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara
mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues así me
lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron
claridad y volumen, hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las
formas no afectaban ya mi visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho.
Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una
pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en
la sola conciencia de entidad y en el sentimiento de duración único que perduraba. El
cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal Corrupción.
Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado, pues la conciencia y el
sentimiento remanentes cumplían algunas de sus funciones a través de una letárgica
intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el
soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así,
dulce Una, sentía yo que aún seguías a mi lado. Y cuando llegó el segundo mediodía,
tampoco dejé de tener conciencia de los movimientos que te alejaron de mi lado, me