denominamos Naturaleza o leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a aquello
que tiene todas las apariencias de creación. Muy poco antes de la destrucción final de la
tierra recuerdo que se habían efectuado afortunados experimentos, que algunos filósofos
denominaron torpemente creación de animálculos.
Agathos.—Los casos de que hablas fueron ejemplos de creación secundaria, de la única
especie de creación que hubo jamás desde que la primera palabra dio existencia a la
primera ley.
Oinos.—Los mundos estrellados que surgen hora a hora en los cielos, procedentes de
los abismos del no ser, ¿no son, Agathos, la obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos—Permíteme, Oinos, que trate de llevarte paso a paso a la concepción a que
aludo. Bien sabes que, así como ningún pensamiento perece, todo acto determina infinitos
resultados. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos moradores de la tierra, y al
hacerlo hacíamos vibrar la atmósfera que las rodeaba. La vibración se extendía
indefinidamente hasta impulsar cada partícula del aire de la tierra, que desde entonces y
para siempre era animado por aquel único movimiento de la mano. Los matemáticos de
nuestro globo conocían bien este hecho. Sometieron a cálculos exactos los efectos
producidos por el fluido por impulsos especiales, hasta que les fue fácil determinar en qué
preciso período un impulso de determinada extensión rodearía el globo, influyendo (para
siempre) en cada átomo de la atmósfera circundante. Retrogradando, no tuvieron dificultad
en determinar el valor del impulso original partiendo de un efecto dado bajo condiciones
determinadas. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier
impulso dado eran interminables, y que una parte de dichos resultados podía medirse
gracias al análisis algebraico, así como que la retrogradación no ofrecía dificultad, vieron al
mismo tiempo que este análisis poseía en sí mismo la capacidad de un avance indefinido;
que no existían límites concebibles a su avance y aplicabilidad, salvo en el intelecto de
aquel que lo hacía avanzar o lo aplicaba. Pero en este punto nuestros matemáticos se
detuvieron.
Oinos.—¿Y por qué, Agathos, hubieran debido continuar?
Agathos. —Porque había, más allá, consideraciones del más profundo interés. De lo
que sabían era posible deducir que un ser de una inteligencia infinita, para quien la
perfección del análisis algebraico no guardara secretos, podría seguir sin dificultad cada
impulso dado al aire, y al éter a través del aire, hasta sus remotas consecuencias en las
épocas más infinitamente remotas. Puede, ciertamente, demostrarse que cada uno de estos
impulsos dados al aire influyen sobre cada cosa individual existente en el universo, y ese
ser de infinita inteligencia que hemos imaginado, podría seguir las remotas ondulaciones
del impulso, seguirlo hacia arriba y adelante en sus influencias sobre todas las partículas de
toda la materia, hacia arriba y adelante, para siempre en sus modificaciones de las formas
antiguas; o, en otras palabras, en sus nuevas creaciones... hasta que lo encontrara,
regresando como un reflejo, después de haber chocado —pero esta vez sin influir— en el
trono de la Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser semejante, sino que en cualquier
época, dado un cierto resultado (supongamos que se ofreciera a su análisis uno de esos
innumerables cometas), no tendría dificultad en determinar, por retrogradació