racional. Y puesto que por persona entendemos una esencia inteligente dotada de razón, y
el pensar siempre va acompañado por una conciencia, ella es la que nos hace ser eso que
llamamos nosotros mismos, distinguiéndonos, en consecuencia, de los otros seres que
piensan y confiriéndonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis, la
noción de esa identidad que con la muerte se pierde o no para siempre, fue para mí, en todo
tiempo, un tema de intenso interés, no tanto por la perturbadora y excitante índole de sus
consecuencias, como por la insistencia y la agitación con que Morella los mencionaba.
Mas en verdad llegó el momento en que el misterio de la naturaleza de mi mujer me
oprimió como un maleficio. Ya no podía soportar el contacto de su dedos pálidos, ni el tono
profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus ojos melancólicos. Y ella lo sabía, pero
no me lo reprochaba; parecía consciente de mi debilidad o de mi locura y, sonriendo, le
daba el nombre de Destino. También parecía tener conciencia de la causa, para mí
desconocida, del gradual desapego de mi actitud, pero no me insinuó ni me explicó su
índole. Sin embargo, era mujer y languidecía evidentemente. Con el tiempo la mancha
carmesí se fijó definitivamente en sus mejillas y las venas azules de su pálida frente se
acentuaron; si por un momento me ablandaba la compasión, al siguiente encontraba el
fulgor de sus ojos pensativos, y entonces mi alma se sentía enferma y experimentaba el
vértigo de quien hunde la mirada en algún abismo lúgubre, insondable.
¿Diré entonces que anhelaba con ansia, con un deseo voraz, el momento de la muerte
de Morella? Así fue; mas el frágil espíritu se aferró a su envoltura de arcilla durante
muchos días, durante muchas semanas y meses de tedio, hasta que mis nervios torturados
dominaron mi razón y me enfurecí por la demora, y con el corazón de un demonio maldije
los días y las horas y los amargos momentos que parecían prolongarse, mientras su noble
vida declinaba como las sombras en la agonía del día.
Pero, una tarde de otoño, cuando los vientos se aquietaban en el cielo, Morella me
llamó a su cabecera. Una espesa niebla cubría la tierra, y subía un cálido resplandor desde
las aguas, y entre el rico follaje de octubre había caído del firmamento un arco iris.
—Éste es el día entre los días —dijo cuando me acerqué—, el día entre los días para
vivir o para morir. Es un hermoso día para los hijos de la tierra y de la vida... ¡ah, más
hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!
Besé su frente, y continuó:
—Me muero, y sin embargo viviré.
—¡Morella!
—Nunca existieron los días en que hubieras podido amarme; pero aquella a quien en
vida aborreciste, será adorada por ti en la muerte.
—¡Morella!
—Repito que me muero. Pero hay dentro de mí una prenda de ese afecto —¡ah, cuan
pequeño!— que sentiste por mí, por Morella. Y cuando mi espíritu parta, el hijo vivirá, tu
hijo y el mío, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, ese dolor que es la más
perdurable de las impresiones, como el ciprés es el más resistente de los árboles. Porque las
horas de tu dicha han terminado, y la alegría no se cosecha dos veces en la vida, como las
rosas de Pestum dos veces en el año. Ya no jugarás con el tiempo como el poeta de Teos,
mas, ignorante del mirto y de la viña, llevarás encima, por toda la tierra, tu sudario, como el
musulmán en la Meca.
—¡Morella! —exclamé—. ¡Morella! ¿Cómo lo sabes?
Pero volvió su cabeza sobre la almohada; un ligero estremecimiento recorrió sus
miembros y murió; y no oí más su voz.