emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro
una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el aposento en
cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.
—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?
—
dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirando los
botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como suyo, y que
redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio con las
caballerizas de los Metzengerstein.
—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—.
¿Muerto, dices?
—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no será
una noticia desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.
—¿Cómo murió?
—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.
—¡Re...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una
apasionante idea se apoderara en ese momento de él.
—¡Realmente! —repitió el vasallo.
—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.
Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del
disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las
expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas,
madres de hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron
diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía fuera
de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin un solo
amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que montaba
continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo.
Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles
vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá el
barón a cazar con nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre:
«Metzengerstein no irá a la caza», o «Metzengerstein no concurrirá».
Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente
altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por
completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza
de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que
desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto
que prefería la compañía de un caballo». Aquellas palabras eran sólo el estallido de un
rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que tienen nuestras frases
cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven
noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir
que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve período inmediato a
aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto excesivamente
altanero de la dignidad. Otros —entre los cuales cabe mencionar al médico de la familia—
no vacilaban en h X