mental le impedían dedicarse diariamente.
Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio, a la mayoría de edad.
Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy
pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las
ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo
principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.
Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el
joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas
veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran
incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea
limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal
comprendía un circuito de cincuenta millas.
En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia
permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días,
el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excedió las esperanzas de
sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes traiciones, atrocidades
inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos vasallos que ninguna
sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían
en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de aquel pequeño Calígula.
Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del castillo de
Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrorosa lista
de los delitos y enormidades del barón.
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase
aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento del palacio
solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaduras que cubrían
lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres
antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente
sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de un rey temporal,
o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las
atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de Metzengerstein, montados en robustos
corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían sobresaltar al más sereno
contemplador con su expresión vigorosa; y otra vez aquí, las figuras voluptuosas, como de
cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal, al compás de
una imaginaria melodía.
Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las
caballerizas de Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus
ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color
que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un sarraceno,
antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil
y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo el puñal de un
Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus
ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de
allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer como un velo fúnebre sobre sus
sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la
certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel
encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus ojos de la