sistema corriente; sólo que, para que dicho contrapeso no se viera, hallábase instalado del
otro lado de la cúpula, sobre el techo.
El arreglo del salón había sido confiado a la dirección de Trippetta; pero, por lo visto,
ésta se había dejado guiar en ciertos detalles por el más sereno discernimiento de su amigo
el enano. De acuerdo con sus indicaciones, el lustro fue retirado. Las gotas de cera de las
bujías (que en esos días calurosos resultaba imposible evitar) hubiera estropeado las ricas
vestiduras de los invitados, quienes, debido a la multitud que llenaría el salón, no podrían
mantenerse alejados del centro, o sea debajo del lustro. En su reemplazo se instalaron
candelabros adicionales en diversas partes del salón, de modo que no molestaran, a la vez
que se fijaban antorchas que despedían agradable perfume en la mano derecha de cada una
de las cariátides que se erguían contra las paredes, y que sumaban entre cincuenta y sesenta.
Siguiendo el consejo de Hop-Frog, los ocho orangutanes esperaron pacientemente hasta
medianoche, hora en que el salón estaba repleto de máscaras, para hacer su entrada. Tan
pronto se hubo apagado la última campanada del reloj, precipitáronse —o, mejor, rodaron
juntos, ya que la cadena que trababa sus movimientos hacía caer a la mayoría y trastrabillar
a todos mientras entraban en el salón.
El revuelo producido en la asistencia fue prodigioso y llenó de júbilo el corazón del
rey. Tal como se había anticipado, no pocos invitados creyeron que aquellas criaturas de
feroz aspecto eran, si no orangutanes, por lo menos verdaderas bestias de alguna otra
especie. Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiera tenido la precaución
de prohibir toda portación de armas en la sala, la alegre banda no habría tardado en expiar
sangrientamente su extravagancia. A falta de medios de defensa, produjese una carrera
general hacia las puertas; pero el rey había ordenado que fueran cerradas inmediatamente
después de su entrada, y, siguiendo una sugestión del enano, las llaves le habían sido
confiadas a él.
Mientras el tumulto llegaba a su apogeo y cada máscara se ocupaba tan sólo de su
seguridad personal (pues ahora había verdadero peligro a causa del apretujamiento de la
excitada multitud), hubiera podido advertirse que la cadena de la cual colgaba
habitualmente el lustro, y que había sido remontada al prescindirse de aquél, descendía
gradualmente hasta que el gancho de su extremidad quedó a unos tres pies del suelo.
Poco después el rey y sus siete amigos, que habían recorrido haciendo eses todo el
salón, terminaron por encontrarse en su centro y, como es natural, en contacto con la
cadena. Mientras se hallaban allí, el enano, que no se apartaba de ellos y los incitaba a
continuar la broma, se apoderó de la cadena de los orangutanes en el punto de intersección
de los dos diámetros que cruzaban el círculo en ángulo recto. Con la rapidez del rayo
insertó allí el gancho del cual colgaba antes el lustro; en un instante, y por obra de una
intervención desconocida, la cadena del lustro subió lo bastante para dejar el gancho fuera
del alcance de toda mano y, como consecuencia inevitable, arrastró a los orangutanes unos
contra otros y cara a cara.
A esta altura, los invitados iban recobrándose en parte de su alarma y comenzaban a
considerar todo aquello como una estupenda broma, por lo cual estallaron risas estentóreas
al ver la desgarbada situación en que se encontraban los monos.
—¡Dejádmelos a mi! —gritó entonces Hop-Frog, cuya voz penetrante se hacía
escuchar fácilmente en medio del estrépito—, ¡Dejádmelos a mí! ¡Me parece que los
conozco! ¡Si solam